"This huge, twisted trunk is the highest of all the vallenwoods in the Valley". Within it stories are told, within it tales are lived, he is witness of lots of adventures, because within it lives the magic ...

This is a magical world ...
where castles rises above clouds seas ...
and dreams walk calmly down the street ...
where every one can be that heroe who dreamed of one day ...
and
if they turn back, they see their wishes fulfilled ...
You´ve got a big heart, keep it filled with
happiness, Lord of the Shadows, so you can live more an live forever inside a
heart, inside yours, inside mine...


Every now and then we come across bands who find inspiration for their music in Dragonlance, most often from Raistlin who is unquestionably the saga's favourite character.

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miércoles, 27 de octubre de 2010

Kuive, amanecer de los eladrin.

escrita por Lore.

El jinete cabalgaba al frente de la comitiva cuando divisó a lo lejos una sombra. Algo, o alguien, sentado al borde del camino tras pasar la curva. Señaló, pero para cuando se acercaron, ya sabían todos lo que había allí. Era una figura de una niña. Una niña elfa, para ser exactos. Al fin la habían encontrado. La joven no debería de tener más de doce años. Se encontraba sentada en unas rocas, a un lado del sendero, con las piernas encogidas y la cabeza agachada; rodeaba las rodillas con sus brazos y sus músculos no se movieron lo más mínimo cuando la comitiva se detuvo frente a ella.

-Muchacha -comenzó el eladrin señalando un petate y unas mantas que había atados a su propio caballo- eres Kuive, ¿verdad? Al fin... encontramos tus...-sus palabras no alcanzaron a salir de su boca cuando la chica alzó la cabeza.

Si ya desde un principio el noble eladrin encotnraba extraño el cálido brillo del revuelto cabello de la chica, lo que vio a continuación lo dejó sin habla. La mirada que le devolvía la pequeña iba enviada desde unos oscuros ojos de un verde opalino, más profundos que el más profundo bosque. Mis ojos.

Recuerdo que todos se me quedaron mirando con la boca abierta. Recuerdo que me reconocieron.

-Naivara... -musitó el que me estaba hablando.
-¿Cómo? -abrí la boca por primera vez.
-Naivara... sois vos... -el elfo hizo una vaga reverencia hacia mi persona; yo cada vez entendía menos- habéis despertado... demasiado pronto...
-No entiendo qué estáis diciendo, amigo -respondí mientras me ponía en pie- pero creo que es a vosotros a quienes yo andaba buscando.
-Por supuesto... si es que tú eres Kuive -asentí- bien, el resto puede explicarse después... pero ¿qué os ha pasado? -preguntó entonces percatándose de mi estado.

Era cierto, tenía la ropa tan hecha jirones que debería haberme dado pudor pasearme por ahí tal y como iba. Mi cabello se hallaba sucio y despeinado, lleno de palos y hojas. Y había sangre. Mucha sangre. Sin embargo, yo no me había dado cuenta de nada de aquello. En mi mente sólo cabía esperar.

-Señor... -uno de los eladrines que había llegado con el noble señalaba a un lugar un poco más allá, al otro lado de las rocas.
Allí, cuatro hombres yacían muertos en el suelo. Llenos de heridas. Las rocas a su alrededor aparecían cubiertas de sangre. Y, a pesar de que el día estaba ya muy entrado y el sol había derretido todo el rocío que pudiese haber quedado de la noche, los cadáveres se hallaban cubiertos por una fina capa de gélida escarcha dorada.

-No lo sé... -respondí a su pregunta; y era verdad, no recordaba mucho- no sé qué ha pasado. Sólo recuerdo un dolor insoportable... miedo y rabia. Y entonces me convertí en ventisca.
-Ahora lo entiendo todo -el elfo gris se acercó hasta colocarse frente a mí y, con la mayor delicadeza posible, me abrazó con ternura, luego se quitó su propia capa y me cubrió con ella, cosa que yo le agradecí, después, me alzó la barbilla suavemente y me miró a los ojos- tú te llamas Naivara. Eres la hija de unos nobles eladrines que fueron traicionados. No tenían escapatoria, pero a ti te consiguieron salvar a costa de ti misma. Tu madre, en un último intento por preservar tu vida, te volvió elfa del bosque. Durmió tus rasgos de elfa gris y te entregó a una familia de nómadas bajo la promesa de no desvelar nunca a nadie, y mucho menos a ti, quién eras. Tu madre sólo quería lo mejor para ti y, sin embargo, debes haber sufrido mucho en tu vida... lo veo en tus ojos. Ahora, sea lo que fuere lo que intentaban hacerte esos hombres, no has podido soportarlo. Has despertado y te has encargado de ellos. Has despertado demasiado rápido...

-Toda esa historia es muy heróica y muy bonita... pero sólo es un cuento de Hadas -murmuré, escéptica.
-Entonces menos mal que eres un Hada, ¿no?
-No sé de qué me estáis hablando, maese...
-Sólo los nobles eladrin son capaces alguna vez en su vida de hacer de su cuerpo algún fenómeno estacional... tú te has convertido en ventisca. Tu pelo ha cambiado... tus ojos han cambiado. Seas Naivara o no ahora mismo, el nombre es lo de menos... seguro que te has dado cuenta: has despertado... Kuive.

Me quedé unos segundos mirando fijamente los violáceos ópalos del alto elfo que tenía delante. Sopesé las posibilidades. Deseé que alguien por fin me estuviera contando toda la verdad, la historia tal y como era. Los miré fijamente, largos segundos, sin parpadear.

Decian la verdad. Toda la verdad. Al fin.

Me llamo Kuive y éste fue el devenir de mi historia.






















Kuive, ventisca de invierno.

escrito por Lore.




Tenía un padre: Montolio. Tenía muchos amigos, los animales. Tenía recuerdos, recién recuperados. Tenía un objetivo, encontrar a los eladrines en el cruce de caminos. Tenía un macuto, mis escasas pertenencias. Tenía un nombre: Kuive, despertar.

Y al fin tenía claro mi destino: el mundo. Pero antes debía hacer una pequeña parada en un árbol. Un alto en el camino. Con el macuto al hombro y caminando sobre la seca hojarasca, reblanquecida por la escarcha matutina, me dirigía con firmes pasos en dirección al alto árbol que había sido mi refugio durante varios años. El que estaba en el centro mismo del bosque, allí donde ni la más salvaje criatura se atrevería a pernoctar.
Cuando llegué, dejé el macuto en el suelo y comencé a trepar; en lo más alto, en la rama donde yo dormía viendo la luna y las estrellas y desde la cual observaba el amanecer todos los despertares, había hecho su nido una pequeña ave paraíso, con su larga cola y sus crías piando en el cálido lecho. Con sumo cuidado, me quité el cascabel del brazo y lo comencé a atar en una ramilla un poco más alta, mirando fijamente a los ojos de la magnífica ave. Le pedía que vigilara el tesoro que me había salvado a mí la vida, que lo vigilara hasta que llegara algún otro ser, que lo pudiera necesitar igual que yo lo necesité. Acto seguido cogí un poco de avena de mi macuto y volví a subir al árbol, se la di con cuidado a las crías, que piaron agradecidas y la madre me dejó que la acariciara.

Estaba en camino. Había tenido un día entero de marcha y el sol ya se estaba poniendo en el horizote, frente a mí, cegándome con sus fulgurantes rayos anaranjados. Poco quedaba ya hasta la encrucijada; sabía que tendría que esperar, porque los eladrines no llegarían allí hasta el día siguiente y yo llegaría al anochecer. Pero no me importaba, estaba ansiosa por conocerlos.

Recuerdo que se hizo noche cerrada justo cuando llegué al lugar acordado. Recuerdo que dejé mi macuto al lado del cartel de direcciones, tallado en el mismo tronco de un árbol muerto tiempo atrás. Recuerdo que comencé a preparar unas mantas para pasar la noche fuera del camino, en una arboleda cercana, entre las matas de hierbas. Entonces hubo un fogonazo de luz... trataré de ser lo más lógica posible con el resto de la historia, pero sólo son flashes entre las brumas de mis más lejanos recuerdos, jirones de nieblas de mi mente, trazos de un pincel seco... así que no me culpéis si algo de lo que cuento no tiene explicación aparente; probablemente para mí tampoco la tenga.

Hubo un fogonazo. Una luz extraña, brillaba mucho, pero era negra. Aquella luz prendió justo delante de mí y de pronto me sentí desvaída. Mis sentidos se turbaron. Mi boca quedó reseca, mis oídos comenzaron a escuchar los ruidos naturales cada vez más graves y lentos. Mis ojos se nublaron y quedaron cegados por completo en un momento dado. Y entonces los oí. Eran hombres. Voces de hombres. Hombres que se reían, que decían cosas que apenas alcanzaba a comprender, cosas siniestras, cosas lascivas...
Entonces mis piernas flaquearon también y caí al suelo.

-¡Buena pesca! -oí que decía uno- quítale ya el hechizo de ceguera para que pueda vernos...
-Así podrá recordarnos eternamente... -murmuró un segundo hombre, al mismo tiempo que un tercero chasqueaba los dedos y mi visión volvía poco a poco.

Eran cuatro hombres, fornidos y sucios, que me rodeaban por completo. Dos de ellos me inmovilizaron contra el suelo, sujetándome de los brazos. Un tercero me sujetó las piernas y el último, al parecer el líder de todos ellos, se acercó hacia mí con un brillo en la mirada que se clavó en mi pecho como si fuera un puñal ardiendo.

Grité. Nadie me oyó.

Aquel lugar era un páramo desierto cruzado únicamente por un camino. Y, por el camino, a aquellas horas de la noche, no caminaba nadie.

Volví a gritar. Pedí socorro, maldije, blasfemé, juré, supliqué, me revolví... o al menos intenté revolverme. El hechizo que aplacaba mi cuerpo no había conseguido aplacar también mi voluntad, pero no era capaz de mover un sólo músculo por mucho que lo intentase.
Entonces aquel hombre se cansó de reírse de mis burdos intentos de que me dejaran en paz. Se agachó y, de un tirón, rasgó la túnica nueva que me había regalado Montolio, a la altura de mi pecho.

-Quítale el hechizo y sujetadla bien, es más divertodo... -dijo riendo el hombre- si sois tres y la agarráis fuerte, esta mocosa no se escapará.

En aquel momento entendí que era yo contra ellos. Yo contra el mundo. No podía dejarme ganar. Nadie me iba a ayudar.

Noté que mis miembros volvían a ser míos, pero no fui capaz de moverlos un ápice y las manos y los pies se me empezaban ya a quedar ateridos de la fuerza con que presionaban mis captores. El jefe agarró las calzas que llevaba debajo de la túnica y las rasgó. Yo me revolví, forcejeé, pero con ello sólo conseguí que mis ropas, a las que aún estaban todos aferrados, se hicieran más jirones todavía. No me importó, seguí revolviéndome. Y cuando ya no quedaban grandes trozos de ropa para sujetarme, comenzaron a clavar las uñas en mi carne. La sangre brotó de mis heridas y arañazos. Pero no cejé en mi empeño.
Finalmente el hombre se hartó y me dio un pisotón en la boca del estómago tan fuerte que me dejó sin respiración y yo pensé que me había roto alguna costilla clavándomela en los pulmones.
Me quedé al instante quieta, sin poder retorcerme del dolor porque aún me sujetaban.
Entonces el hombre se agachó sobre mí.

Las lágrimas corrieron por mis ahora sucias mejillas, dejando límpidos regueros en ellas. Huyendo para no ver la pérfida y miserable escena que estaban a punto de contemplar. Lloré. Supliqué una vez más. Recé. Maldije una vez más.

Oía sus risas, lejanas, murmurantes. Los veía. Lo sentía. No podía aguantar más. El miedo y el dolor que burbujeaban brotando de lo más profundo de mi ser, de pronto, dieron paso al odio y la determinación surgidas de lo más oscuro de mi alma. Y entonces odié. Por primera vez en mi vida, por última vez en mi historia, odié. Odié con todas las fuerzas con las que fui capaz de odiar. Odié por todas las veces que no había odiado anteriormente cuando debí hacero. Odié por todas las que vendrían detrás. Ya no quedó un ápice de odio en mi corazón, no quedó una pizca de odio en el mundo. Todo lo consumí yo.
Odié.

Y entonces dejé de llorar. Abrí los ojos, que brillaban de un verde fulgurante, luminoso. No necesité apartar al hombre de encima de mí. No necesité arrancar mis brazos y mis piernas de las asquerosas manos de aquellos bandidos rufianes. El viento y la nieve lo hicieron por mí.

Me levanté. Pero yo ya no estaba.
Era viento, era nieve, era la ventisca más gélida y cortante que se pueda apreciar en el más puro invierno. Con la rabia y el dolor, mi mente se había desbordado y mi cuerpo entero se había volatilizado, confundiéndose por unos momentos con los fenómenos de la estación entrante. Era invierno. Y yo era una ventisca. Vapuleé a los hombres. Pedí a los árboles que los golpearan y éstos lo hicieron con sus ramas cuando los lancé hacia la arboleda. Las mantas se revolvieron y quedaron enganchadas en las ramas bajas y desnudas de un abedul, como queriendo protegerlo del frío. El macuto salió disparado por los aires y se enganchó en la alta copa de un fresno. Los cuatro hombres fueron elevados cinco metros sobre el suelo y después dejados caer.

Entonces el vendaval nevado se calmó un poco. Frente a los hombres, de pie, en la hierba, fue materializzándose poco a poco una figura humanoide. Mi figura. Erguida en toda mi estatura a pesar de los harapos con los que me vestía, enfurecida, asustada y beligerante en todo mi esplendor, mi cuerpo apareció frente a ellos, preparada para pelear. El pelo me había crecido de pronto mucho, me llegaba por la cintura y se había vuelto de un color dorado pálido, brillante, como los rayos de la luna cuando está llena y acaba de salir tras las montañas en otoño. Pero lo más impresionante eran mis ojos. Ocultos tras años de engaños -como averiguaría más tarde- habían salido al fin a la luz y ahora se mostraban como sendas esferas verdes brillante, opalescentes, sin pupila.

Los hombres, asustados y temerosos, se levantaron como pudieron y salieron corriendo, camino adelante.
Conforme a mis principios, debería haberlos dejado marchar. Debería haber agradecido a los dioses el haber salido con vida de aquella. Debería haber decidido no vengarme y dejar que se fueran.

Pero todos tenemos deslices.

Todos tenemos deslices, yo estaba furiosa y avergonzada y además sabía que le harían lo mismo a muchas jóvenes y niñas más. Así que, simplemente, no los dejé marchar. Cuando la ventisca se avivó de nuevo y marchó tras los cuatro bandidos, lo último en desaparecer fueron dos profundos pozos de líquido ópalo verde.

Me llamo Kuive y este es el final del principio en mi historia.










































lunes, 25 de octubre de 2010

Mazmorra: Misión de recuperación I.


desarrollo de mazmorra.

Siete cabezas se perfilaban sobre una loma, observando atentamente una gran estructura que se erguía semiderruida a lo lejos, en el centro de un oscuro bosque. Kuive, acostumbrada a caminar por esas zonas, pensaba que los habían seguido ya que había habido momentos de su viaje en los que había notado ciertas presencias moviéndose a su alrededor; Axxis, que iba a la retaguardia, estaba de acuerdo pues había visto sombras entre los árboles más negras que la oscuridad de la noche. Pero ya estaban allí. Habían aceptado la oferta y ya no había vuelta atrás.



Estaban ellos dos, las dos semielfas, Adara y Darjeeline, el mediano, llamado Tuän y un enano, Grimnir, que había estado oculto en las sombras de una esquina durante toda la conversación y, finalmente, cuando los términos del trato habían sido establecidos, se había acercado al grupo y se había unido a ellos.


En aquel momento se ocultaban en la lejanía tras unos arbustos, esperando la salida del sol.


-¿Me podéis contar otra vez por que no atacamos de noche? -preguntó entonces Tuän, ansioso por correr a por el báculo que les daría la recompensa y sitiéndose más seguro al abrigo de sus amigas las sombras.


-Son drows -Adara no consideraba necesario decir más, sin embargo Tuän levantó una ceja, expectante.

-Los drow ven en la oscuridad perfectamente. Sin embargo, el más mínimo resquicio de luz los molesta y asusta. Contra ellos llevamos mucha más ventaja si trabajamos de día -explicó Darjeeline.


-A no ser que nos topemos con uno que conocí yo una vez... -Kuive, perdida en sus pensamientos, parecía que hablaba consigo misma- le daba igual el sol... sin embargo -dijo sombría volviendo a la realidad- no sé si nos va a servir de mucho la luz del sol... como no haya alguna grieta -aclaró señalando en dirección a una zona de ventanas que se veía bien desde aquel ángulo.


En el edificio, todas las ventanas estaban completamente selladas con sendos tablones de madera.


En aquel momento, la primera uña del sol comenzó a asomar por el horizonte, tras las lejanas montañas del este.


-Vamos, es la hora -Grimnir se levantó, sin siquiera esperar una respuesta de sus compañeros y encabezó la marcha dispuesto, con sus dos hachas en ambas manos, prestas a la lucha. Kuive y Darjeeline se miraron, ésta negó con la cabeza, riendo, y siguieron a sus compañeros, que ya se habían puesto en marcha tras el enano, cerrando la marcha.






Las nubes se deslizaban lentamente por detrás del sol, ya entero, cuando los siete compañeros alcanzaron las puertas de entrada. Tuän se acercó lentamente, cauto, pero no descubrió nada peligroso en la puerta; lo que es más, aquélla estaba abierta.


-Como si nos estuvieran esperando... -dijo Grimnir, alzando sus hachas con los ojos entornados mientras miraba a todas partes.


-¿Qué? ¿Nos creéis ya? -preguntó Axxis adelantándose y abriendo ambas hojas de la puerta con un puntapié, al tiempo que empuñaba su maza de hierro forjado- en cualquier caso, hay que entrar, no hay ningún otro sitio, ¿no?


-No lo hay -respondió Kuive- al menos que hayamos visto.


-Hemos dado la vuelta ambos a todo el complejo -completó Tuän- parece una extraña fortaleza, o un sitio acorazado... a lo mejor ahí dentro tienen a alguien peligroso encerrado, por eso sólo existe una entrada.


-O a lo mejor ahí dentro se realizan siniestras actividades que el mundo no puede ver... -aventuró Adara; acto seguido desenvainó su mandoble y le hizo un gesto al dracónido- entra, yo te cubro.


Axxis atravesó la entrada con precaución y descubrió una escalera descendente. No había nada más.


-Hechicera -llamó- esto está más oscuro que la piel de un drow, yo no veo en la oscuridad...


-Eso no es problema -Kuive se adelantó y chasqueó los dedos; al punto una brillante bola de luz del tamaño de una canica apareció frente al dracónido y comenzó a descender las escaleras delante de él, alumbrando el camino.


-Muy bien -alabó Adara recelosa, a medio camino entre la burla y la desconfianza -habrá que tener cuidado contigo, supongo.


-No era más que un truco barato para asombrar a los niños... -respondió la eladrin y luego añadió suspicaz:- y a los pueblerinos crédulos... ni siquiera es magia de verdad -aclaró.


-Oh -respondió la semielfa- entonces ¿sólo sabes hacer trucos baratos, hechicera?


Kuive fulminó con la mirada a la señora de la guerra, clavando en ella sus verdes ojos opalinos, sin pupila, haciendo que ésta retrocediera medio paso inconscientemente y levantara el mandoble unos centímetros, adoptando una posición defensiva.


-Voy a darte un consejo, semihumana -dijo, aunque sin darle ninguna entonación a la última palabra- nunca subestimes a un mago... nisiquera aunque salte a la vista que te cae mal simplemente por su raza...


Dicho lo cual, se adelantó y bajó las escaleras tras sus compañeros, dejando a Adara en el rellano, pensativa.


Cuando llegó al final de las escaleras vio que desembocaban en una amplia habitación. La canica luminiscente se había deshecho, ya que allí se filtraban algunos haces de luz a través de las grandes y pesadas vigas del techado.


Los siete entraron despacio en la sala y observaron su alrededor. La estancia se elevaba bajo un techo sostenido por grandes pilares de granito, fuertes y sencillos, y las paredes estaban directamente cavadas en la roca del terreno; acababan de descender bajo tierra. En una esquina, la roca de la pared se había derrumbado, derribando varios pilares y derramando un alud de rocas y tierra en un radio de tres metros; ahora todos los escombros estaban ya cubiertos con una espesa capa de polvo gris oscuro.


-Esto no me gusta -comentó Darjeeline- no he visto nunca un drow, pero sé que les gusta mucho estar bajo tierra.


-Yo sí los he visto -Kuive inspeccionó sombría la estancia, adelantándose un par de pasos, mientras susurraba- se esconden en las sombras, atacan por la espalda... son lo más ágil y rápido que he visto jamás... y son muy silenciosos, gracias a la magia... son letales.


Mientras decía esto, la hechicera vio algo por el rabillo del ojo, en la esquina de la sala. Su cuerpo actuó automáticamente antes de que su mente pudiera procesar qué había pasado exactamente. En décimas de segundo, la eladrin había pronunciado unas extrañas palabras en el idioma mágico y una nube de afiladas dagas se había materializado en la esquina, alrededor de una estatua que emitía una leve iridiscencia y, a un gesto de la maga, todas se clavaron en la roca como si fueran una, como si ésta fuera carne. Kuive sabía que, en cuestiones de drows, nada es nunca lo que parece. Las dagas desaparecieron y varios pedazos de la estatua cayeron al suelo.


Uno de los pedazos fue un brazo entero del extraño ser de otro mundo al que representaba la estatua y del hueco que dejó salió despedido un haz de luz amarilla, más intenso que el anterior.


-Cuidado -Darjeeline, con el símbolo de Mielikki bien sujeto en la mano, se acercó despacio hacia allí- tiene algo en el interior.


La clérigo comenzó a palpar la estatua con ambas manos, murmurando algo que sólo ella podía oír. De pronto dejó de hablar y sus manos rozaron un resorte; al accionarlo sin querer, la estatua comenzó a temblar. Darjeeline dio un salto hacia atrás, alejándose al tiempo que levantaba su guadaña sobre ella, para protegerse. Sin embargo, la estatua –o lo que quedaba de ella- lo único que hizo fue retroceder sobre su peana arrastrada por unas clavijas y unas poleas y dejar al descubierto una gran palanca que se alzaba del suelo.


-Creo que es para esto –murmuró el enano que se había acercado a la puerta- no tiene ningún tipo de manilla ni nada que se pueda accionar; su superficie es completamente lisa, no se puede empujar ni tirar de ella y, sin embargo, tiene bisagras que la abren hacia dentro. La palanca debe de ser para eso, pero no sé si será buena idea abrirla.


-No hay otro camino, ¿no? –preguntó a su vez Darjeeline.


-No –Tuän saltó de las ruinas; había estado inspeccionando toda la sala- es todo pura piedra, no hay nada más, o volvemos por la escalera y salimos… o seguimos por ahí… déjame ver.


La semielfa se apartó dejando paso al mediano, pícaro por profesión, acostumbrado a accionar trampas y salir airoso o, si era posible, a esquivarlas desde el principio. Comenzó a examinar la palanca y no encontró nada sospechoso, sin embargo, aún se encontraba receloso cuando acercó la mano para accionarla. La movió con la rapidez del rayo y se separó rápidamente de ella, sin embargo, no fue lo suficientemente rápido. Un gas verdoso y espeso salió de un agujero milimétrico, completamente imperceptible, y le rozó la muñeca y la mano derechas. Tuän gritó, más del susto que del dolor, pero su expresión se tornó gravemente seria cuando observó que, al punto, la carne donde el gas le había rozado se le comenzó a ennegrecer hasta más arriba de la muñeca y allí se enlenteció su avance.


-¡No puedo mover la mano!


-Déjame ver –la hechicera se acercó rápidamente y observó la mano mientras Tuän la volteaba, sin tocarla- no es grave, sólo se te inmovilizarán los músculos y los nervios hasta donde se te ha renegrecido; pero va a ir avanzando, aunque muy lentamente. Debes tener cuidado porque no sientes dolor, si te hieren la mano y no te das cuenta, perderás mucha sangre, tienes que estar pendiente. No puedo curarte ahora mismo porque necesitaría tiempo para realizar la poción necesaria… además de un fuego bien grande y un caldero…


Miró significativamente a la clérigo de Mielikki.


-Creo que puedo hacer que no se extienda más, pero para curarte completamente tendría que realizar un ritual complicado… y ahora no hay tiempo –dijo ésta al momento, acercándose.


Comenzó a murmurar palabras en el idioma celestial, sujetando con fuerza el símbolo que colgaba de su cuello, concentrada. Al punto, un haz de luz blanca se derramó entre sus dedos y se enroscó alrededor del brazo del pícaro, justo por encima de la zona afectada, deteniendo la lenta pero inexorable ascensión del veneno.


-Ya está –Darjeeline había creado un círculo completo, como un tatuaje del blanco más puro- pero deberías inmovilizarlo para que no te lo hirieras sin querer.


-Chicos… -la eladrin se había dado la vuelta y había observado lo mismo que todos los demás.


Las puertas, antes completamente selladas, se habían abierto de par en par, dando paso a un corredor muy estrecho y apenas iluminado.


-Seguidme –el dracónido se adelantó abriendo camino, acompañado por el mediano que observaba suspicaz, atento a cualquier tipo de trampa o truco. Kuive y Darjeeline iban tras ellos, la primera con varios hechizos de ataque y defensa rondando por su cabeza, la segunda con la guadaña envainada y preparando plegarias poderosas.


En ese momento Tuän se detuvo.


-Noto algo…


-…¡shikar! –sin darle tiempo a terminar la frase, la eladrin alzó una mano y, con un chasquido, hizo aparecer una columna de fuego surgida del suelo, a menos de un par de pasos delante del mediano.


Entonces un gritó rompió el tenso silencio y las llamas iluminaron a un drow que retrocedió torpemente tratando de apagar las llamas que lo envolvían y lo abrasaban. Al mismo tiempo, otro apareció justo delante de Axxis, que sonrió, y uno más un poco más allá, en el pasillo. Tuän desenvainó su daga, más rápido de reflejos que el drow quemado y en un segundo saltó sobre él y con un artero floreo del filo que empuñaba, lo remató.


El drow que había aparecido frente a Axxis enarbolando una espada larga, no comprendió exactamente por qué éste sonreía y aquella décima de segundo fue suficiente para que el dracónido, a pesar de lo estrecho del pasillo, maniobrara rápidamente y le aplastara la cabeza contra la pared con la pesada maza, tiñendo la lisa superficie de un rojo muy oscuro.


Mientras tanto, Tuän se había adelantado y se empezaba a encontrar en una situación bastante peliaguda ya que, con su daga, apenas era capaz de evitar que el drow que quedaba, armado con dos cimitarras, lo matase. Más aún si se tiene en cuenta que enarbolaba su arma con la mano izquierda. Darjeeline, viendo que la situación se hacía desesperada, completó una plegaria y le gritó al mediano que se apartara al tiempo que una lanza de luz blanca salía disparada de su mano. Tuän apenas oyó el grito, pero una acuciante sensación le hizo fijarse en lo que veía por el rabillo del ojo y, de una ágil pirueta, se apartó de la trayectoria de la lanza en el último segundo. La lanza impactó en el pecho del drow y lo lanzó disparado hacia atrás, aturdido. Sin embargo, aún no estaba muerto. Axxis se acercó, con una expresión feroz en su mirada y trató de rematarlo antes de que se recuperara, pero el corredor se estrechaba aún más en aquel tramo y no le fue fácil manejar su enorme maza. El drow, con ventaja, lo esquivó y se colocó a su espalda, dispuesto a asestarle un golpe mortal entre las placas del cuello de su sólida armadura, pero su expresión de cruel sadismo se tornó en una de horror cuando se dio cuenta de que acababa de ser envuelto en una ardiente columna de fuego, que devoró su cuerpo en apenas unos segundos. Había olvidado en la euforia del momento a Kuive que aún mantenía la mano levantada y la expresión agitada cuando las llamas se deshicieron dejando un montón de cenizas en el suelo.


Grimnir y Adara lo habían visto todo desde atrás; el corredor era tan estrecho que, al entrar los últimos y tener armas que sólo se podían usar en combates cuerpo a cuerpo, no habían podido participar en la batalla. Sin embargo, ésta se había desarrollado ante sus ojos en apenas unos segundos. Grimnir se adelantó, admirado, a darle la enhorabuena a Axxis mientras que Adara, mirando a Kuive con una expresión indescifrable en el rostro, pasó a ver si Tuän estaba herido de gravedad, pero Darjeeline ya se estaba ocupando de sus heridas, todas cortes menores.


-Hemos salido airosos de milagro –comenzó a decir Kuive- porque no nos han pillado por sorpresa…
-...de todas formas -completó Darjeeline los pensamientos de la elfa- los drow no suelen ser tan fáciles de batir…

-La próxima vez estarán preparados para un grupo tan extraño como nosotros -expresó Axxis- … no os confiéis. Este combate sólo ha sido de prueba.

-Para medir nuestras habilidades -reiteró Kuive.


Todos entendían lo qeu implicaban las palabras de la eladrin. Aunque habían vencido, no les había sido fácil y, además, ya no contaban con el factor sorpresa.

Con expresiones acordes a la gravedad de la situación, con Axxis y Tuän a la cabeza y Grimnir y Kuive cerrando la marcha y vigilando la retaguardia, el grupo se internó en el corredor, en la fortaleza de los drows, en la más completa oscuridad.



Kuive, vigilante.

escrito por Lore.

Los recuerdos que tengo me dicen que aquellos días siempre fueron felices. Montolio me sacó de mi estado de inconsciencia consciente, de mi posición jerárquica en el bosque, entre las bestias. Montolio me llevó a su huerto, vallado de troncos y lleno de animales. Conocí al oso gruñón de las cavernas y al búho que hacía las veces de mirada del humano vigilante. Aprendí a manejar armas, las preferidas por los vigilantes, me enseñaron que creer en algo, en una deidad, no es ofrecerle mi vida entera a ese ente supranatural, sino actuar en consecuencia con mis propios principios morales, arraigados, y el seguir a una diosa como la que yo seguía, Mielikki, era simplemente darles un nombre a mis principios. Aprendí todo lo que había desaprendido cuando me convertí en un animalillo salvaje. Volví a aprender a leer, a escribir, a hablar. Montolio fue mi salvación, me convirtió en Vigilante, me devolvió a la vida, me hizo renacer.

Pero lo más importante de todo es lo que me hizo no olvidar nunca.

Recuerdo un día, una semana antes de irme de aquel lugar. Estábamos paseando por el huerto y el bosque circundante, tratando de encontrar a una cervatilla que estaba a punto de dar a luz y que sabíamos que tendría problemas porque era demasiado pequeña y, por el tamaño de su tripa, iba a tener gemelos. Recuerdo que no dábamos con ella, era demasiado huidiza y temerosa. Sin embargo, aquel día no fue infructuoso. Montolio me contó mi futuro.

-Ya llevas aquí casi medio año... -musitó para sí, casi como si fuera el viento que en aquel momento mecía las hojas de los árboles- ... yo ya no puedo enseñarte mucho más de lo que te he hecho aprender hasta este momento.

Entonces sí que me miró directamente a mí con sus ojos que no veían. Se detuvo en seco y, por primera vez, una hoja crujió levemente bajo sus pies.

-Te voy a echar de menos.

-¿Por qué? -pregunté yo, intuyendo que ya me quedaba poco tiempo en aquel huerto- ¿tengo que irme?

-No tienes que hacerlo -sonrió él- pero deberías. Van a pasar por aquí unos amigos míos, unos eladrines. Son parientes tuyos, muy cercanos. He hablado con ellos y estarían encantados de llevarte para cuidarte hasta que tengas edad de irte tú sola a recorrer mundo. Con ellos podrías aprender muchas más cosas que quedándote aquí el resto de tu vida.

-Pero tú me enseñas muchas cosas, ¡me salvaste la vida! -me desesperé agitando ante él el cascabel con la larga trenza de hilo que llevaba atada a un brazo con miles de vueltas. La trenza que, poco a poco, hilada a hilada, me había sacado de mi oscuro mundo de niebla y fuego y me había abierto los ojos al nuevo y soleado día que se descubría ante mí una bonita mañana de otoño- no me puedes echar hora...

-Pues lo voy a hacer -su expresión, dura mientras había dicho aquella frase, se suavizó en una ancha sonrisa cuando añadió- eres un pájaro libre y has de volar algún día. Medio año para ti es muy poco tiempo, pero tienes muchísima vida por delante, y a mí ya no me queda tanta -su hirsuto bigote se dilató más todavía cuando ensanchó su blanca sonrisa en una jovial expresión- tienes mucho camino por recorrer, muchas tierras por descubrir y muchas vidas a las que ayudar en nombre de tus principios, en nombre de Mielikki, en mi nombre.

Me quedé pensativa unos segundos. Me negaba a aceptar que todo el hogar que yo conocía fuera a quedar relegado a un mero recuerdo en mi mente en tan sólo seis meses. Me negaba en rotundo.

-Pero... tú...

-Yo he hecho lo más bonito que se puede hacer -me interrumpió- y tú me has dejado hacer lo más hermoso que se puede dejar hacer, ¿recuerdas? Yo te di tu nombre.



Sí, claro que lo recordaba. Recordaba ir de la mano de Montolio, siguiéndolo sin saber muy bien qué hacía. Recuerdo que me llevó a un río y que me quitó de encima toda la suciedad acumulada en casi cuatro años de vagabundeo y, con ella, todas mis dudas y tribulaciones. Recuerdo que, cuando mi cabeza emergió por tercera vez de las cristalinas aguas, entendía las cosas mejor y las veía con más ánimos. Recuerdo que allí mismo me cortó las greñas, y me dejó una media melena casi decente. Cuál no fue mi sorpresa cuando, debajo de la mugre acumulada, mi pelo apareció rubio. Lo recuerdo sujetándome el brazo con delicadeza, con una ternura paternal, y frotando para que se fuera hasta la última mota de polvo de mi piel. Estaba mucho más lúcida, pero sin embargo, seguía metida en un extraño trance del que me costaría salir. Era como si una persona hubiera dormido tantos años seguidos que le costara demasiado desperezarse; como si viviera al otro lado de una extraña membrana semivelada que me aislara del resto del mundo. No iba a ser fácil salir de ahí. En aquel momento era una criatura indefensa en un limbo, a medio camino entre bestial y domesticada. Aquel era mi estado en esos momentos. Recuerdo que me sacó del agua y me puso ropas limpias Recuerdo haberme encontrado de pronto en una habitación de paredes de madera, con el fuego del hogar -aunque yo aún no recordaba que se llamaba así- crepitando a mi lado y embotando aún más mis sentidos. Recuerdo haberme tomado de forma voraz un caldo caliente y haberme sorprendido por ello. Después no sé muy bien en qué momento mi extraño duermevela pasó de realidad a sueño.



La siguiente escena que recuerdo es un techado de madera y paja, por el que se filtraban pequeñas gotas de agua que iban a parar a una lona impermeable; gotas que yo podía ver al trasluz al otro lado de la lona. Los vientos agitaban la pequeña cabaña donde nos hallábamos. Recuerdo el calor de las mantas, la suavidad de la almohada que había bajo mi cabeza. Cuando mis ojos enfocaron, pude ver el bigote del hombre que se inclinaba expectante sobre mí. El hombre que me intentaba salvar. Noté algo frío en el brazo, tenía atado el cascabel que yo misma había trenzado con las cuerdas que él me dejó un día. Las cuerdas que fueron la clave para que mi mente no estuviera del todo perdida en una vorágine roja y negra.

-Kuive, akha kuvioun… -susurró el hombre en un idioma aún incomprensible para mí. Un idioma que, sin embargo, levantó una nota de nostalgia y distancia en mi interior, un inaudible susurro de pérdida en mi corazón.

-¿C…c…? –traté de articular alguna palabra, pero no pude. Mis ojos hablaron por mí.

-Kuive, al fin has despertado –repitió el hombre en un idioma que sí entendí… más o menos. Aquel hombre me había estado hablando en sueños. Había estado contándome historias mientras dormía en lengua común, la más fácil de aprender, innata para la mayoría de los seres, por eso entendía parte de sus palabras.

-¿Ku…kuive? –ésa era la única que no había entendido.

-Es tu lengua natal, pequeña… -respondió el hombre-. No sé cómo te llamabas antes, y probablemente tú tampoco te acuerdes… pero has estado dormida mucho tiempo y ahora, al fin, has vuelto a la vida, has renacido, has despertado… ése será tu nombre en adelante, Kuive, el despertar.

No había entendido todas las palabras. Pero sí el sentido de la frase. Kuive me gustaba, lo consideraba apropiado. A partir de entonces Montolio ocuparía un lugar especial en mi corazón. Él me había hecho renacer, me había hecho despertar.



Me llamo Kuive y aquí despierta mi historia.

Darjeeline, el alma del bosque

escrito por Pilar.

Me encanta escuchar el silencio. Levantarme temprano en otoño y subir a la montaña cuando el sol empieza a asomar. Tumbarme para contemplar el cielo, los primeros rayos sobre el mundo. La inmensidad de la naturaleza. Pero ahora casi no hay tiempo para eso. Toda relación con la naturaleza se ha olvidado. Por eso yo trato de recorrer el mundo intentando cambiarlo.


Cuando era pequeña siempre era diferente, una semi-humana, en un mundo de elfos; una semi-elfa en un mundo de hombres. Fui criada entre elfos, sin embargo, no pertenecía a ese lugar. Ni a ese, ni a ningún otro. Nunca recibí amor, cariño, o un simple halago.


Desde que nací, fui instruida en el arte, la cultura y naturaleza. Cuando era pequeña, y mis maestros se irritaban por la lentitud de mi aprendizaje, huía al bosque para encontrar un lugar donde nadie me juzgase, un lugar donde empezar a encontrarme a mí misma. El bosque era mi escondite, mi refugio. Pero un día fue algo más. Después de horas de caminar, el bosque comenzó a llevarme por sendas desconocidas, atravesé ríos que no creí que existiesen y conocí criaturas que no creí poder encontrar… y, de pronto, llegue al claro.


Estaba lleno de todo tipo de seres de diferentes clases y razas, todos ellos se encontraban en un estado de inconsciencia, salvo uno. Era un humano y estaba sirviendo a una dríade. Yo caminé a través de ellos, no sabía quiénes eran, ni a quien adoraban. Mi familia era fiel seguidora de Correllon, pero yo nunca sentí su poder o su llamada. Pero allí, sin embargo, sentía algo. No sabía explicarlo, ni siquiera ahora puedo expresarlo con palabras, pero allí pude encontrar aquello que necesitaba; amor. En silencio, comencé a seguir a aquel humano. Éste no dejaba de realizar pequeñas tareas para la dríade, que -al observar el color y forma de su piel- descubrí que debía de ser una hamadríade de un almendro. Al llegar el atardecer la dríade y el humano volvieron a su posición en el círculo. En ese momento, todos despertaron, hicieron varias plegarias y se marcharon, todos menos el humano y la dríade. Éste cogió algo de su capa y se lo entrego a la hamadríade, quien, sin perder un segundo, vino rápidamente hacia mí. Me abrazo y me entrego aquello que pertenecía al humano, quien había desaparecido. Era el símbolo de la que a partir de ese momento sería mi diosa, Mielikki. Nada más tocarlo un gran destello de luz nos rodeó a la dríade y a mí. Durante unos minutos no puede ver nada, la luz había desaparecido y con ello mi visión. No sé cuánto tiempo estuve ciega, pero durante todo ese tiempo puede sentir con más intensidad el bosque. Poco a poco recuperé la vista, pero algo ya había cambiado, mis ojos antaño castaños, ahora eran verdes, de ese verde que sólo puedes ver en lo más profundo de los bosques.


Cuando me miras hay un instante en que lo ves, ves aquello que todos han olvidado, ves la naturaleza que ahora dejas de lado. Mis familiares dicen que mi poder, el poder de mi diosa, obra a partir de mis ojos. Que la forma de llegar a la gente, de servir a mi diosa, es a través de ellos, pero no logro conectar con el resto del mundo. Sé que falta algo.


Ese algo, es lo que yo Darjeeline, clériga de Mielikki, estoy buscando. Y sé que ella me llevará hasta el final de mi camino.

jueves, 21 de octubre de 2010

Axxis, el dracónido del rayo.

  
escrito por Carlos.

Ya desde pequeño notaba que le faltaba algo. Su vida estaba tan incompleta como él mismo. Poco a poco su existencia se consumía en aquel pequeño poblado que poco le había dado. Atrapado en una vida rutinaria en la que lo más novedoso era poder respirar. Eran tiempos difíciles, en los que gobernaba una inestabilidad que hacía que cada nuevo día pudiera ser el último. En un panorama tan desolador sobraba el tiempo y Axxis salió de su pequeña tienda para pasear e intentar encontrar ese trozo de sí mismo que en aquel momento, parecía que nunca llegaría a hallar.



Siempre había oído hablar del poder de la raza draconiana a la que pertenecía y el gran secreto por el que su tribu era una de las más perseguidas de la tierra. Su conocimiento en el control del espacio-tiempo, era algo conocido por todos. Al parecer, el anciano-jefe tenía en su poder una caja de cristal, que permitía un pequeño agujero de conexión con un mundo muy lejano al actual.

Sumergido en estos pensamientos, no dudó en acercarse a la cabaña del anciano, de donde provenía un resplandor impropio en una noche tan oscura como la de aquella ocasión.



Por una de las aberturas que dejaba la cabaña, pudo observar cómo el anciano meditaba frente a la caja. Su nivel de concentración parecía máximo, como si estuviera asimilando una cantidad de energía por encima de cualquier umbral por él conocido. En ese preciso instante, un jinete a caballo se aproximó a gran velocidad y golpeó a Axxis en la cabeza; era un ataque. El fuego se transmitía rápidamente de una cabaña a otra, los invasores no dejaban títere con cabeza en lo que empezaba a convertirse en una carnicería. Escondido detrás de la cabaña, vio ante sus ojos la más fascinante maravilla que había contemplado nunca. El anciano salió de la cabaña, envuelto en una áurea negra y con los ojos completamente blancos, abiertos como platos. Armado con una espada en una mano, y una maza en la otra, se marcho decidido a por sus enemigos. El poder que envolvía al anciano era tan inmenso que le permitía moverse a una velocidad excepcional y golpear con una fuerza inusitada. Pronto derrotó a todos sus oponentes más cercanos. Axxis contemplaba aquella escena mientras el sonido chirriante e intenso de una danza hasta entonces desconocida para él entraba por sus oídos. Empezó a sentirse más poderoso, más confiado, más exaltado, más motivado. Era otro. Rápidamente cogió la maza que había en manos de un difunto y combatió junto al anciano.



Era demasiado tarde, los enemigos huían tras dejar sólo con vida a Axxis y malherido al anciano, que apenas pudo dirigirse a Axxis durante unos segundos: “Ellos se han llevado la caja...esa caja, otorga un poder extraordinario, el poder de luchar por los oprimidos, de defender los ideales por los que tanta gente ha muerto. Ahora que ya has disfrutado de su poder, sabrás que debes recuperarla y librar al mundo de los enemigos de la libertad”. Extasiado por el combate, el anciano falleció pocos segundos después. Axxis había tenido que ver una masacre para encontrar un verdadero objetivo. Ya nunca olvidaría esa melodía. Mataría por volver a recuperar esa sintonía y ese poder. Axxis partió dejando atrás su poblado y armado con una maza en busca de sí mismo. En ella se podía ver un símbolo: un rayo. ¿Qué significaría?. Sólo había una forma de averiguarlo...

miércoles, 20 de octubre de 2010

Grimnir Matagigantes

escrito por David.

En ese preciso instante, lo único que sintió fue cómo le abrazaba la más intensa oscuridad. No sintió dolor, ni mareo, ni aturdimiento, sino oscuridad. Sólo oscuridad.



Poco a poco, la oscuridad fue dando paso a una sucesión de extrañas imágenes agolpándose en su mente, como si todas ellas quisieran salir de su cabeza al mismo tiempo.

Contempló a su familia, a los miembros de su antiguo y querido clan. Vio a su padre forjando el metal con su abrumadora y habitual destreza. Vio a su madre, inscribiendo delicadas runas de poder indecible en las ornamentadas piezas que componían la panoplia de su padre. También contempló al viejo Brann fumando en pipa con su ceñuda expresión habitual. Observó uno a uno a sus compañeros de batalla y de taberna, aquellos que un día, tiempo atrás, fueron sus hermanos de batalla. Le saludaron, todos ellos le saludaron. Quería correr a abrazarlos, volver a sentir la cercanía de sus seres queridos tiempo atrás perdida, aquella cercanía tan anhelada.



Y de pronto, la oscuridad volvió a cubrirlo todo. Las imágenes volvieron a aparecer, pero ahora las llamas lo cubrían todo. Colosales y aterradoras figuras inundaban su mente, causaban dolor y sufrimiento. Aquellos gigantes destrozaban con sus propias manos desnudas las regias fortalezas que conformaban su antiguo y antaño orgulloso reino, transformándolo todo en un amasijo amorfo de hierro y piedra.

Todos sus seres queridos eran brutalmente aniquilados ante sus ojos, y los valientes soldados del clan caían por docenas cada vez que alguna de aquellas bestias asestaba un golpe con aquellos descomunales brazos, tan largos y anchos como la más alta y ancha de las múltiples columnas que aplacaban la furia de la montaña sobre las amplias galerías subterráneas de su reino.

Quería moverse pero no podía. Quería ayudarlos, pero no podía. Quería enfrentarse a los gigantes en una última y desesperada batalla, pero no podía. Estaba de nuevo atrapado en la más profunda oscuridad…



Cuando pensaba dejarse llevar finalmente por el cálido abrazo de la densa oscuridad, una voz le sacó de su ensoñación. Para ser exactos, primero fue una voz, después le siguieron miles. Las voces de aquellos a los que había perdido fueron poco a poco convirtiéndose en una única y poderosa voz. Tan profunda y poderosa como las montañas, tan sólida e inquebrantable como la roca. Su mensaje era claro: “Levántate hermano, pues tuyo es el sagrado deber de saldar uno por uno todos los agravios anotados en el Gran Libro de nuestra fortaleza. Tú eres nuestra última esperanza para alcanzar el eterno descanso, si no lo logras, nuestras almas nuca llegarán a encontrarse con nuestros poderosos Dioses. Ahora hermano, levántate, y lleva a cabo nuestra venganza”.



En ese preciso instante, despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado. Tal vez eones, tal vez segundos. No sabía con exactitud qué fuerzas habían obrado para que se alzara de nuevo. Lo que sí sabía era que debía llevar a cabo su cometido. Abrió los ojos.



La escena que se desarrollaba ante sus ojos era indescriptible. La situación, crítica. El inmenso Skagg Diente de Oro, tiránico y despiadado Rey de los gigantes de Urum-Kor, y uno de los numerosos y malvados gobernantes gigante que habían participado en la destrucción de su reino, se encumbraba sobre el guerrero enano en toda su inmensa estatura, y su colosal pie se disponía a aplastar al molesto estorbo que le había costado cinco de sus mejores guerreros.

El descomunal pie descendió a velocidad vertiginosa. En ese momento el tiempo pareció ralentizarse. Una luz cegadora se apoderó de la figura del guerrero enano, y le imbuyó de una fuerza y destreza sobrenaturales, permitiéndole parar el gigantesco pie con sus propias manos en el último momento.

El suelo comenzó a resquebrajarse bajo él debido a la tremenda presión, y comprendió que si no se libraba pronto de la presa de su enemigo, sería cuestión de tiempo que su robusto cuerpo se convirtiera en un amasijo de huesos, carne y metal.



Y así lo hizo. Desvió el pie de su horripilante adversario a un lado, ganando unos valiosos segundos para levantarse y prepararse para el siguiente asalto.

Se irguió por fin, y pudo observarse en su totalidad su, en parte majestuosa, y en parte bestial apariencia. Su cuerpo estaba forrado en su totalidad, a excepción de la cabeza, de una poderosa armadura de placas oscuras, grabada enteramente con poderosas runas de poder y castigo. Las pocas partes de su cuerpo que la armadura permitía entrever, estaban totalmente cubiertas por unos intrincados e interminables tatuajes de color azul intenso. Se adivinaba la figura de un dragón.

Su cabeza era el único elemento de su cuerpo al descubierto. Sus nobles y poderosos rasgos eran símbolo de la herencia de sus antepasados. Su pelo y su larga y trenzada barba eran de un intenso y claro rojo, casi anaranjado. Sus ojos, de un azul pálido que recordaba a la escarcha, eran fríos y duros como el hielo de las montañas en las que nació.

Palpó con sus manos el preciado Gran Libro de su fortaleza, que yacía en su costado, colgado desde su hombro derecho. Su tacto le tranquilizó.

Recogió del suelo sus dos inmensas hachas gemelas. Las hachas rúnicas crepitaron con furia antinatural al sentir de nuevo las manos de su portador. El tacto del acero enano le inspiró confianza.

Estaba preparado.



Mientras la primitiva mente del Rey Gigante intentaba comprender cómo aquella ínfima criatura había detenido su potente presa, el joven enano cargó con la velocidad y la potencia del rayo contra el pie con el que el gigante sostenía aún todo su peso, y, con un diestro quiebro de sus entrenados pies, logró situarse justo a la altura del talón de la bestia, cercenándolo de un solo y potente tajo de sus hachas gemelas.

El alarido de Skagg fue ensordecedor. Instintivamente, el gigante se agachó para palpar con su mano la herida que acababa de sufrir, gesto que el enano aprovechó para encaramarse sobre la mano de la bestia y, clavando a la vez sus hachas, afianzó su peso.



Lo que ocurrió a continuación sucedió a gran velocidad.

Diente de Oro alzó la mano en la que se aferraba el tozudo enano con la firme intención de masticarlo lentamente y devorarlo en sus siete estómagos. Al hacerlo, el guerrero aprovechó la fuerza del empuje ascendente, y de un ágil salto logró aferrarse al único y gigantesco cuerno que coronaba la cabeza del gigante.

Mientras los brazos de la bestia luchaban por agarrar a la pequeña criatura, el furioso enano envainó sus armas, y agarró con todas sus fuerzas el cuerno de la bestia. Con un titánico esfuerzo de sus musculosos brazos, partió en dos el cuerno de la bestia, produciendo un crujido sordo que resonó en la gran sala del trono de Urum-Kor.

Acto seguido, mientras el monstruo gritaba de dolor, el enano aprovechó su debilidad para clavar de un solo golpe la huesuda extremidad de la bestia en el derecho de sus ojos.

Esa fue la gota que colmó el vaso, ya que el furioso Rey se llevó ambas manos a la cara con desesperación intentando deshacerse como fuera de aquella criatura que estaba causándole tantas molestias. En esta ocasión lo logró, y lanzó al enano con furia hacia el suelo a toda velocidad, el cual habría muerto a causa del impacto, de no ser porque tuvo la fortuna de caer sobre la gran barriga de uno de los cinco cadáveres de los gigantes que yacían en la estancia, y que hasta hacía unos instantes, componían la guardia personal de Skagg.



El guerrero se palpó la cabeza y sintió calor entre sus dedos. La sangre manaba a raudales a causa del estrepitoso impacto, y la vista se le nublaba por segundos. Pero debía resistir, estaba muy cerca de tachar uno de los nombres de su Gran Libro de los Agravios, y no se detendría por una insignificante herida en la cabeza.



Terco y tozudo como todos los de su raza, el enano volvió a levantarse, lo cual enfureció aún más al Rey Gigante, llevándole a cargar contra su minúsculo adversario sin miramientos, dispuesto a terminar con este absurdo cúmulo de infortunios.

Aprovechando la parcial ceguera de su adversario, el guerrero enano se lanzó rápidamente hacia la bestia, esquivando cómodamente su torpe presa, y situándose de nuevo a sus espaldas. Con otro certero tajo de sus hachas rúnicas, el enano cercenó el tendón del pie que le quedaba sano al gigante, haciendo que se desmoronara estrepitosamente en toda su descomunal estatura sobre su gran trono formado por cráneos.

Empleando esos valiosos segundos, el guerrero se situó de un salto sobre la barriga de la bestia y corrió a toda la velocidad de la que sus cortas piernas eran capaces, hasta llegar al cuello de la bestia. Esquivó la presa de la mano izquierda del gigante, después desvió su mano derecha cortándole dos dedos a la bestia, y finalmente empleó toda la fuerza que restaba en su pequeño cuerpo en asestar el mayor golpe que había asestado nunca, con ambas hachas al mismo tiempo.

De resultas de ello, la cabeza de Skagg se separó limpiamente de su gigantesco cuerpo. La boca de la criatura quedó congelada en una espantosa mueca que mostraba pánico e incredulidad a partes iguales, y dejó al descubierto un gran diente formado en su totalidad por oro de la más alta calidad. Sin duda se trataba de oro enano.



Tuvieron que pasar varios minutos que al enano le parecieron horas para que se diera cuenta de lo que había sucedido en un puñado de segundos.

Había terminado con el tercer nombre que yacía en las páginas del Gran Libro de su fortaleza. Procedió a tacharlo con una mueca de satisfacción en su rostro.


La noche era fría y cerrada. Los cuervos graznaban y los lobos aullaban, dispuestos una noche más a comenzar la cacería, pero aún así, los alrededores de la fortaleza gigante de Urum-Kor permanecían mucho más silenciosos de lo normal, ocultos en la espesa niebla de las montañas.

A la entrada de la fortaleza se erguía amenazante un símbolo brutal. La cabeza del Rey, Skagg Diente de Oro, divisaba eternamente los territorios que ya no le pertenecían. Se mantenía clavada en una gran pica, y la espantosa mueca permanecía grabada en su rostro.

A su lado, se erguía un pequeño monolito de piedra, con una inscripción tallada a mano en la lengua rúnica de los enanos, que rezaba lo siguiente:

“Por aquí pasó el último heredero del gran linaje del Clan de los Hijos de la Montaña. Que todo enano que pase por aquí se llene de orgullo, y que todo gigante que vea esta advertencia sepa que antes o después, Grimnir Matagigantes se presentará en su reino para rendirle a su señor los tributos que merece”.



La niebla cubría toda la montaña sobre la que se encumbraba la gran fortaleza de Urum-Kor, y un pequeño destello reluciente, como de oro, fue disminuyendo hasta perderse por las laderas de la montaña. Perdiéndose, para no volver a relucir jamás.