"This huge, twisted trunk is the highest of all the vallenwoods in the Valley". Within it stories are told, within it tales are lived, he is witness of lots of adventures, because within it lives the magic ...

This is a magical world ...
where castles rises above clouds seas ...
and dreams walk calmly down the street ...
where every one can be that heroe who dreamed of one day ...
and
if they turn back, they see their wishes fulfilled ...
You´ve got a big heart, keep it filled with
happiness, Lord of the Shadows, so you can live more an live forever inside a
heart, inside yours, inside mine...


Every now and then we come across bands who find inspiration for their music in Dragonlance, most often from Raistlin who is unquestionably the saga's favourite character.

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miércoles, 27 de octubre de 2010

Kuive, amanecer de los eladrin.

escrita por Lore.

El jinete cabalgaba al frente de la comitiva cuando divisó a lo lejos una sombra. Algo, o alguien, sentado al borde del camino tras pasar la curva. Señaló, pero para cuando se acercaron, ya sabían todos lo que había allí. Era una figura de una niña. Una niña elfa, para ser exactos. Al fin la habían encontrado. La joven no debería de tener más de doce años. Se encontraba sentada en unas rocas, a un lado del sendero, con las piernas encogidas y la cabeza agachada; rodeaba las rodillas con sus brazos y sus músculos no se movieron lo más mínimo cuando la comitiva se detuvo frente a ella.

-Muchacha -comenzó el eladrin señalando un petate y unas mantas que había atados a su propio caballo- eres Kuive, ¿verdad? Al fin... encontramos tus...-sus palabras no alcanzaron a salir de su boca cuando la chica alzó la cabeza.

Si ya desde un principio el noble eladrin encotnraba extraño el cálido brillo del revuelto cabello de la chica, lo que vio a continuación lo dejó sin habla. La mirada que le devolvía la pequeña iba enviada desde unos oscuros ojos de un verde opalino, más profundos que el más profundo bosque. Mis ojos.

Recuerdo que todos se me quedaron mirando con la boca abierta. Recuerdo que me reconocieron.

-Naivara... -musitó el que me estaba hablando.
-¿Cómo? -abrí la boca por primera vez.
-Naivara... sois vos... -el elfo hizo una vaga reverencia hacia mi persona; yo cada vez entendía menos- habéis despertado... demasiado pronto...
-No entiendo qué estáis diciendo, amigo -respondí mientras me ponía en pie- pero creo que es a vosotros a quienes yo andaba buscando.
-Por supuesto... si es que tú eres Kuive -asentí- bien, el resto puede explicarse después... pero ¿qué os ha pasado? -preguntó entonces percatándose de mi estado.

Era cierto, tenía la ropa tan hecha jirones que debería haberme dado pudor pasearme por ahí tal y como iba. Mi cabello se hallaba sucio y despeinado, lleno de palos y hojas. Y había sangre. Mucha sangre. Sin embargo, yo no me había dado cuenta de nada de aquello. En mi mente sólo cabía esperar.

-Señor... -uno de los eladrines que había llegado con el noble señalaba a un lugar un poco más allá, al otro lado de las rocas.
Allí, cuatro hombres yacían muertos en el suelo. Llenos de heridas. Las rocas a su alrededor aparecían cubiertas de sangre. Y, a pesar de que el día estaba ya muy entrado y el sol había derretido todo el rocío que pudiese haber quedado de la noche, los cadáveres se hallaban cubiertos por una fina capa de gélida escarcha dorada.

-No lo sé... -respondí a su pregunta; y era verdad, no recordaba mucho- no sé qué ha pasado. Sólo recuerdo un dolor insoportable... miedo y rabia. Y entonces me convertí en ventisca.
-Ahora lo entiendo todo -el elfo gris se acercó hasta colocarse frente a mí y, con la mayor delicadeza posible, me abrazó con ternura, luego se quitó su propia capa y me cubrió con ella, cosa que yo le agradecí, después, me alzó la barbilla suavemente y me miró a los ojos- tú te llamas Naivara. Eres la hija de unos nobles eladrines que fueron traicionados. No tenían escapatoria, pero a ti te consiguieron salvar a costa de ti misma. Tu madre, en un último intento por preservar tu vida, te volvió elfa del bosque. Durmió tus rasgos de elfa gris y te entregó a una familia de nómadas bajo la promesa de no desvelar nunca a nadie, y mucho menos a ti, quién eras. Tu madre sólo quería lo mejor para ti y, sin embargo, debes haber sufrido mucho en tu vida... lo veo en tus ojos. Ahora, sea lo que fuere lo que intentaban hacerte esos hombres, no has podido soportarlo. Has despertado y te has encargado de ellos. Has despertado demasiado rápido...

-Toda esa historia es muy heróica y muy bonita... pero sólo es un cuento de Hadas -murmuré, escéptica.
-Entonces menos mal que eres un Hada, ¿no?
-No sé de qué me estáis hablando, maese...
-Sólo los nobles eladrin son capaces alguna vez en su vida de hacer de su cuerpo algún fenómeno estacional... tú te has convertido en ventisca. Tu pelo ha cambiado... tus ojos han cambiado. Seas Naivara o no ahora mismo, el nombre es lo de menos... seguro que te has dado cuenta: has despertado... Kuive.

Me quedé unos segundos mirando fijamente los violáceos ópalos del alto elfo que tenía delante. Sopesé las posibilidades. Deseé que alguien por fin me estuviera contando toda la verdad, la historia tal y como era. Los miré fijamente, largos segundos, sin parpadear.

Decian la verdad. Toda la verdad. Al fin.

Me llamo Kuive y éste fue el devenir de mi historia.






















Kuive, ventisca de invierno.

escrito por Lore.




Tenía un padre: Montolio. Tenía muchos amigos, los animales. Tenía recuerdos, recién recuperados. Tenía un objetivo, encontrar a los eladrines en el cruce de caminos. Tenía un macuto, mis escasas pertenencias. Tenía un nombre: Kuive, despertar.

Y al fin tenía claro mi destino: el mundo. Pero antes debía hacer una pequeña parada en un árbol. Un alto en el camino. Con el macuto al hombro y caminando sobre la seca hojarasca, reblanquecida por la escarcha matutina, me dirigía con firmes pasos en dirección al alto árbol que había sido mi refugio durante varios años. El que estaba en el centro mismo del bosque, allí donde ni la más salvaje criatura se atrevería a pernoctar.
Cuando llegué, dejé el macuto en el suelo y comencé a trepar; en lo más alto, en la rama donde yo dormía viendo la luna y las estrellas y desde la cual observaba el amanecer todos los despertares, había hecho su nido una pequeña ave paraíso, con su larga cola y sus crías piando en el cálido lecho. Con sumo cuidado, me quité el cascabel del brazo y lo comencé a atar en una ramilla un poco más alta, mirando fijamente a los ojos de la magnífica ave. Le pedía que vigilara el tesoro que me había salvado a mí la vida, que lo vigilara hasta que llegara algún otro ser, que lo pudiera necesitar igual que yo lo necesité. Acto seguido cogí un poco de avena de mi macuto y volví a subir al árbol, se la di con cuidado a las crías, que piaron agradecidas y la madre me dejó que la acariciara.

Estaba en camino. Había tenido un día entero de marcha y el sol ya se estaba poniendo en el horizote, frente a mí, cegándome con sus fulgurantes rayos anaranjados. Poco quedaba ya hasta la encrucijada; sabía que tendría que esperar, porque los eladrines no llegarían allí hasta el día siguiente y yo llegaría al anochecer. Pero no me importaba, estaba ansiosa por conocerlos.

Recuerdo que se hizo noche cerrada justo cuando llegué al lugar acordado. Recuerdo que dejé mi macuto al lado del cartel de direcciones, tallado en el mismo tronco de un árbol muerto tiempo atrás. Recuerdo que comencé a preparar unas mantas para pasar la noche fuera del camino, en una arboleda cercana, entre las matas de hierbas. Entonces hubo un fogonazo de luz... trataré de ser lo más lógica posible con el resto de la historia, pero sólo son flashes entre las brumas de mis más lejanos recuerdos, jirones de nieblas de mi mente, trazos de un pincel seco... así que no me culpéis si algo de lo que cuento no tiene explicación aparente; probablemente para mí tampoco la tenga.

Hubo un fogonazo. Una luz extraña, brillaba mucho, pero era negra. Aquella luz prendió justo delante de mí y de pronto me sentí desvaída. Mis sentidos se turbaron. Mi boca quedó reseca, mis oídos comenzaron a escuchar los ruidos naturales cada vez más graves y lentos. Mis ojos se nublaron y quedaron cegados por completo en un momento dado. Y entonces los oí. Eran hombres. Voces de hombres. Hombres que se reían, que decían cosas que apenas alcanzaba a comprender, cosas siniestras, cosas lascivas...
Entonces mis piernas flaquearon también y caí al suelo.

-¡Buena pesca! -oí que decía uno- quítale ya el hechizo de ceguera para que pueda vernos...
-Así podrá recordarnos eternamente... -murmuró un segundo hombre, al mismo tiempo que un tercero chasqueaba los dedos y mi visión volvía poco a poco.

Eran cuatro hombres, fornidos y sucios, que me rodeaban por completo. Dos de ellos me inmovilizaron contra el suelo, sujetándome de los brazos. Un tercero me sujetó las piernas y el último, al parecer el líder de todos ellos, se acercó hacia mí con un brillo en la mirada que se clavó en mi pecho como si fuera un puñal ardiendo.

Grité. Nadie me oyó.

Aquel lugar era un páramo desierto cruzado únicamente por un camino. Y, por el camino, a aquellas horas de la noche, no caminaba nadie.

Volví a gritar. Pedí socorro, maldije, blasfemé, juré, supliqué, me revolví... o al menos intenté revolverme. El hechizo que aplacaba mi cuerpo no había conseguido aplacar también mi voluntad, pero no era capaz de mover un sólo músculo por mucho que lo intentase.
Entonces aquel hombre se cansó de reírse de mis burdos intentos de que me dejaran en paz. Se agachó y, de un tirón, rasgó la túnica nueva que me había regalado Montolio, a la altura de mi pecho.

-Quítale el hechizo y sujetadla bien, es más divertodo... -dijo riendo el hombre- si sois tres y la agarráis fuerte, esta mocosa no se escapará.

En aquel momento entendí que era yo contra ellos. Yo contra el mundo. No podía dejarme ganar. Nadie me iba a ayudar.

Noté que mis miembros volvían a ser míos, pero no fui capaz de moverlos un ápice y las manos y los pies se me empezaban ya a quedar ateridos de la fuerza con que presionaban mis captores. El jefe agarró las calzas que llevaba debajo de la túnica y las rasgó. Yo me revolví, forcejeé, pero con ello sólo conseguí que mis ropas, a las que aún estaban todos aferrados, se hicieran más jirones todavía. No me importó, seguí revolviéndome. Y cuando ya no quedaban grandes trozos de ropa para sujetarme, comenzaron a clavar las uñas en mi carne. La sangre brotó de mis heridas y arañazos. Pero no cejé en mi empeño.
Finalmente el hombre se hartó y me dio un pisotón en la boca del estómago tan fuerte que me dejó sin respiración y yo pensé que me había roto alguna costilla clavándomela en los pulmones.
Me quedé al instante quieta, sin poder retorcerme del dolor porque aún me sujetaban.
Entonces el hombre se agachó sobre mí.

Las lágrimas corrieron por mis ahora sucias mejillas, dejando límpidos regueros en ellas. Huyendo para no ver la pérfida y miserable escena que estaban a punto de contemplar. Lloré. Supliqué una vez más. Recé. Maldije una vez más.

Oía sus risas, lejanas, murmurantes. Los veía. Lo sentía. No podía aguantar más. El miedo y el dolor que burbujeaban brotando de lo más profundo de mi ser, de pronto, dieron paso al odio y la determinación surgidas de lo más oscuro de mi alma. Y entonces odié. Por primera vez en mi vida, por última vez en mi historia, odié. Odié con todas las fuerzas con las que fui capaz de odiar. Odié por todas las veces que no había odiado anteriormente cuando debí hacero. Odié por todas las que vendrían detrás. Ya no quedó un ápice de odio en mi corazón, no quedó una pizca de odio en el mundo. Todo lo consumí yo.
Odié.

Y entonces dejé de llorar. Abrí los ojos, que brillaban de un verde fulgurante, luminoso. No necesité apartar al hombre de encima de mí. No necesité arrancar mis brazos y mis piernas de las asquerosas manos de aquellos bandidos rufianes. El viento y la nieve lo hicieron por mí.

Me levanté. Pero yo ya no estaba.
Era viento, era nieve, era la ventisca más gélida y cortante que se pueda apreciar en el más puro invierno. Con la rabia y el dolor, mi mente se había desbordado y mi cuerpo entero se había volatilizado, confundiéndose por unos momentos con los fenómenos de la estación entrante. Era invierno. Y yo era una ventisca. Vapuleé a los hombres. Pedí a los árboles que los golpearan y éstos lo hicieron con sus ramas cuando los lancé hacia la arboleda. Las mantas se revolvieron y quedaron enganchadas en las ramas bajas y desnudas de un abedul, como queriendo protegerlo del frío. El macuto salió disparado por los aires y se enganchó en la alta copa de un fresno. Los cuatro hombres fueron elevados cinco metros sobre el suelo y después dejados caer.

Entonces el vendaval nevado se calmó un poco. Frente a los hombres, de pie, en la hierba, fue materializzándose poco a poco una figura humanoide. Mi figura. Erguida en toda mi estatura a pesar de los harapos con los que me vestía, enfurecida, asustada y beligerante en todo mi esplendor, mi cuerpo apareció frente a ellos, preparada para pelear. El pelo me había crecido de pronto mucho, me llegaba por la cintura y se había vuelto de un color dorado pálido, brillante, como los rayos de la luna cuando está llena y acaba de salir tras las montañas en otoño. Pero lo más impresionante eran mis ojos. Ocultos tras años de engaños -como averiguaría más tarde- habían salido al fin a la luz y ahora se mostraban como sendas esferas verdes brillante, opalescentes, sin pupila.

Los hombres, asustados y temerosos, se levantaron como pudieron y salieron corriendo, camino adelante.
Conforme a mis principios, debería haberlos dejado marchar. Debería haber agradecido a los dioses el haber salido con vida de aquella. Debería haber decidido no vengarme y dejar que se fueran.

Pero todos tenemos deslices.

Todos tenemos deslices, yo estaba furiosa y avergonzada y además sabía que le harían lo mismo a muchas jóvenes y niñas más. Así que, simplemente, no los dejé marchar. Cuando la ventisca se avivó de nuevo y marchó tras los cuatro bandidos, lo último en desaparecer fueron dos profundos pozos de líquido ópalo verde.

Me llamo Kuive y este es el final del principio en mi historia.