"This huge, twisted trunk is the highest of all the vallenwoods in the Valley". Within it stories are told, within it tales are lived, he is witness of lots of adventures, because within it lives the magic ...

This is a magical world ...
where castles rises above clouds seas ...
and dreams walk calmly down the street ...
where every one can be that heroe who dreamed of one day ...
and
if they turn back, they see their wishes fulfilled ...
You´ve got a big heart, keep it filled with
happiness, Lord of the Shadows, so you can live more an live forever inside a
heart, inside yours, inside mine...


Every now and then we come across bands who find inspiration for their music in Dragonlance, most often from Raistlin who is unquestionably the saga's favourite character.

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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Kuive, la Nómada Elfa Gris


escrito por Lore. 

Eran cuatro hombres, fornidos y sucios, que me rodeaban por completo. Dos de ellos me inmovilizaron contra el suelo, sujetándome de los brazos. Un tercero me sujetó las piernas y el último, al parecer el líder de todos ellos, se acercó hacia mí con un brillo en la mirada que se clavó en mi pecho...

Grité. Y aquella vez mi rabia y mi dolor sí fueron escuchados. Como lo habían sido tantas otras veces atrás en los últimos meses, en los últimos años. 

La puerta de mis aposentos en la casa señorial de Grinuviel en las Tierras Salvajes de las Hadas se abrió de golpe y un eladrin adulto, el mismo que me había reconocido en el camino unos años atrás y me había ofrecido su capa, entró rápidamente y se sentó al borde de mi cama, sujetándome la cabeza entre sus suaves manos.

-Ya está, Kuive, ya ha pasado todo. Era una pesadilla -así me consolaba siempre, sobre todo últimamente- sólo era una pesadilla más...


-No -respondía yo siempre- no es una más, es siempre la misma... ¿por qué? ¿por qué me vuelve ahora la misma pesadilla que cuando era pequeña? ¿por que, de pronto, sueño lo mismo que soñaba cuando llegué aquí, si hacía ya más de diez años que no lo soñaba?


-No lo sé... -respondía él todas las noches- ...no lo sé... quizá sea tiempo de cambiar... a veces, uno tiene que encontrar su verdadero hogar; a veces aunque uno crea que lo ha encontrado, no es verdad... quizás debas partir ya en busca de respuestas.


-Pero aquí me siento bien, estoy feliz...


Esa era siempre nuestra conversación de las últimas noches. Yo cada vez me sentía peor por despertarlo todas las noches. Él cada vez estaba dispuesto a venir antes y cada vez llegaba más rápido a ayudarme. Me consolaba y luego se marchaba para dejarme dormir de nuevo.

Pero aquella noche no quise dormir. Me negué.

Hacía más de diez años que yo había llegado a aquel lugar bajo el nombre de Kuive, la Nómada Elfa Gris. Una joven muchacha a la que habían encontrado los eladrines de camino a casa y habían salvado de unos hombres -decidimos mantener en secreto el pequeño matiz de la ventisca de invierno- una noche. Naivara también había quedado en secreto, olvidada ya. Puede que, en aquella época, hubiera sido olvidada incluso por mí. Pero los sucesos de aquella noche no habían sido olvidados. No lo serían jamás. Había conseguido relegarlos a los más oscuros rincones de mi conciencia los últimos diez años, a base de distraerme y aprender. Sin embargo, en aquellos momentos, estaban resurgiendo, como si  no hubieran estado sino recuperando las fuerzas para volverme a atacar. 

Y ahora parecía que la única forma de librarme de ellos era volver al camino de nuevo, buscar mis respuestas, buscar mi destino. Errante trotamundos, como lo había sido siempre; al parecer, el apodo que me habían puesto en aquella comunidad, Nómada Elfa Gris, era el más apropiado del mundo para mí, al fin y al cabo. Mi hogar eran los caminos, quisiera yo o no. 

Sin embargo, en aquellos momentos, me negaba a creerlo, me negaba siquiera a pensarlo. Había encontrado una vida durante muchos años, durante toda mi adolescencia. Hacía poco que debía de haber cumplido los veinte; la cuenta la perdí hace mucho, sin embargo, los eladrines crecen, al igual que los elfos, con un desarrollo similar al de un humano, hasta los veinte años. En ese momento, su desarrollo se vuelve lento, mucho más lento. El mío acababa de sufrir ese cambio hacía un par de años. Así que se podría decir que yo aún tenía unos veinte años.

Recuerdo que, junto a aquel cambio, vinieron otros. Me volví mucho más serena y paciente. Era mucho más capaz de controlar mis impulsos que antes. Recuerdo que en aquella década amé, odié e hice amistades inolvidables. Pero sobretodo, en aquella década, maduré. Bueno, mejor sería decir, que terminé de madurar lo poco que me quedaba ya por madurar...

Otro de mis cambios fue que, desde entonces, cada vez que recuerdo mi vida pasada comienzo a divagar... o quizá eso sea cosa de la edad.
El caso es que aquel día, no fui capaz de volverme a dormir. O no quise. Me levanté y fui hasta mi gran vitrina transparente. La abrí y saqué mi arma favorita. Hacía muchos años que no la usaba, porque últimamente me habían enseñado magia que, por supuesto, era lo que más me gustaba. Sin embargo, desempolvar mi vieja espada de vez en cuando me ayudaba a tranquilizar mi espíritu inquieto. Recuerdo que cuando llegué allí, me gustaban las cimitarras, gracias a todo lo que me había enseñado Montolio; sin embargo, con los eladrines descubrí una forma diferente de ver el arte de la lucha, encontré un arma que iba perfectamente hilvanada con mi personalidad, mis sentimientos y mis más profundos deseos; se llamaba "katana". 

Así que saqué mi katana de su funda y admiré su filo, siempre bruñido y brillante. Atravesé unas dobles puertas de madera de mis aposentos y entré en una sala que hacía las veces de mi sala de lectura, escritura, etc. La atravesé también y salí a una amplia terraza privada de mis dominios. Desde allí podía ver casi la totalidad de la ciudad. 
La casa de Grinuviel se hallaba situada en lo alto de una colina, en un extremo de la urbe, construida en su totalidad de la roca de la misma colina, tallada en ella, para ser más exactos, era una de las mejores obras de arte que los escultores y tallistas de allí habían hecho jamás. En el mundo de las Hadas todo estaba hecho de materiales naturales. Los tallistas y escultores esculpían la piedra en el mismo sitio donde la encontraban y así creaban sus casas. Grinuviel descendía de un gran linaje de tallistas, conocido por todos. Luego estaban los herbóreos, sabían hacer crecer los árboles guiándolos en sus formaciones; ésas eran sus casas. También los terráreos construian sus casas excavadas en el suelo, como mejor sabían hacer. Además, y eso era lo que más me asombraba, había flamígeros y acuareros... podéis imaginaros lo que hacían. Y sí, he estado dentro alguna vez. Y no, no quema, ni te mojas.

Era increíble. Desde mi balcón podía verlos todos... la mayoría eran de piedra, tierra o madera... sin embargo, por toda la ciudad, aquí y allá se alzaban eternas llamas o brillantes remolinos de agua. Eternos, inmutables. 


Pero lo más impresionante de todos ellos era el palacio del Rey y la Reina de los Elfos Grises. Sobre una colina, rodeado de una extensa fresneda, con cimientos subterráneos, columnas que formaban cascadas y techumbres cuyas rojas lenguas aspiraban a quemar los cielos, se alzaba el palacio. La más bella, increíble, grande e imponente obra de ingeniería, escultura, herborogía, terrería, flamigería y acuarería que había visto jamás. Probablemente la más magnífica que existía en el mundo. Se elevaba por encima de toda la ciudad, dominándola. Y era más antigua que el más antiguo de los Elfos Grises... y aquello era mucho decir. El palacio podría tener fácilmente más de cinco milenios...


Siempre me gustaba observar aquello desde mi balcón. Me relajaba.


SIn embargo, en aquel momento, una simple visión bonita no podía relajarme. Sujeté fuerte mi katana y comencé a realizar movimientos lentos y pausados que me habían enseñado más de cinco años atrás. Llevando cada uno a su fin de manera parsimoniosa, concentrándome en el brillo de mi hoja, en el amanecer incipiente, en el canto de las aves paraíso...


Aves paraíso... a menudo me preguntaba qué habría sido del cascabel...


Y así, aquella noche conseguí relajarme. Como muchas otras. Los recuerdos volvían a estar encerrados en un brumoso pasado sellado. Mi mente, de momento, volvía a ser mía. El día volvía a nacer. 


Mi vida, volvía a crecer. 


Me llamo Kuive, aunque eso ya lo sabéis.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Lágrimas incurables

Si vuelves a llorar cuando cuentas una cosa, cuando recuerdas o cuando relatas, es porque el dolor todavía no ha sido borrado del todo, la herida todavía no ha sanado... si lloras, es porque aún no lo has superado...

Todavía lloro cuando veo fotos de Magic...

viernes, 5 de noviembre de 2010

Tuän, amor y coraza.

escrito por Diana.

El cascabel que encontró una tarde en el bosque era su objeto más preciado. Colgado de su pantalón siempre sonaba al mover la pierna derecha. Y siempre que lo oía tintinear recordaba la promesa que se hizo aquella vez: nunca volvería a enamorarse.

 
Era verano. El cálido y húmedo clima había obligado a un joven (muy joven) Tuän a trabajar en sus ideas fuera de casa. Y le había arrebatado la camisa. Harto de ser pequeño, Tuän se había construido unas alzas. Pero ni con esas; pronto se dio cuenta de que había lugares a los que aún no llegaba. Y Tuän quería tocar el cielo. Es por eso que colocó un gato (los humanos lo llamaban así, ellos sabrán porque) en cada zanco para modular la altura a placer. En ello estaba mientras escuchaba de fondo a Lynnerton afinando su laúd y componiendo cantares.
- Allá se adentra con bravura –cantaba él- a través de la siniestra fisura, y ve…

- Un destornillador golpeándote el cogote como no te calles ya- amenazó Tuän mientras su mano limpiaba el sudor de su frente.

¿Qué contestó Lynnerton? Tuän jamás lo sabrá. Había divisado una bella joven enana nueva en el lugar. No era el único que miraba pues la muchacha tenia gran y turgente… personalidad. Sin pensarlo dos veces avanzó hacia ella. La habló de cosas bonitas, pero sin sentido. Ella no entendió nada. “Sólo habla enano” alguien dijo.

Tuän odiaba estudiar. Prefería aprender de sus vivencias y errores. Pero por ella merecía la pena pasar noches en vela. Fue entonces cuando se enamoró de la noche y se acostumbró a no dormir. Ponía en práctica sus lecciones cada tarde… tardes en las que ella además le enseñaba cantares de su tierra.

Una tarde, Tuän no tenía mucho que hacer (su amada estaba demasiado ocupada atendiendo al resto de sus pretendientes) así que se adentró en el bosque buscando probar sus zancos. Recolectó jugosas frutas y delicadas flores. Vagó perdido en sus pensamientos internándose cada vez más en el bosque. Con la idea de llevar al extremo su invento se aproximó a un árbol donde sabía que moraba un ave de coloridas plumas. Mientras calculaba la altura observó algo que brillaba en la copa del árbol. No se lo pensó dos veces. Fue a por él. Al ascender vio que se trataba de un cascabel atado a un cordel de cuero desgastado. Lo sostuvo un poco en su mano y supo que ese objeto estaba destinado a él. El ave, ya anciana, sobrevoló su cabeza perdiéndose entre las copas de los árboles.

Al caer el sol acudió a ver a amada para brindarle sus ofrendas. Esto era costumbre desde que la conoció: todas las tardes Tuän daba lo mejor de si. Ella se limitaba a curvar la comisura de sus labios, para nuestro gnomo la más clara prueba de felicidad y amor. Con toda su ilusión adornó su pelo con las flores y sació su hambre con sus mejores frutos. En el momento adecuado, le tendió el cascabel. Para variar ella dibujó una mueca. Después sólo pudo pronunciar puñales que Tuän esta vez no pudo esquivar. Culminado el agravio, ella marchó sin más.

Los días posteriores el gnomo vagó sin alma mientras conocía el mundo tras una cascada de lágrimas. Desde entonces vive con el corazón negro. Fue entonces cuando ató el cascabel a su cinto para nunca olvidar que ambos fueron despreciados. Y sobre él juró que jamás entregaría su amor a nadie. Pero… en su interior latía La Pregunta: ¿por qué?

Decidido (y ayudado por los puntapiés de su hermano) marchó de su casa con la intención de ver mundo, buscar nuevas ideas y compradores para sus inventos y descifrar el mayor enigma de su vida: las mujeres.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Adara, sangre de su sangre.

escrito por Irene.

En mitad de la noche, Elhidrian se despertó por los gritos. Salió rápidamente de su cabaña. El tejado de ésta estaba ardiendo. El poblado entero estaba ardiendo. Volvió a entrar, únicamente para coger su báculo. Elhidrian era el hechicero más poderoso de los alrededores. El fuego iluminaba la noche de una forma sucia, pero pudo distinguir a los humanos. Estaban entrando en las cabañas, prendiendo fuego, asesinando a todo elfo, hombre, mujer o niño que saliera huyendo de las llamas. Los habían atacado por sorpresa, ellos estaban indefensos y por algún motivo, esos humanos lo sabían.







Elhidrian vivía solo desde hacía años, se había encerrado en su cabaña. Las amables elfas del poblado le traían a menudo alimentos, medicamentos e ingredientes para sus pócimas. Trataban de consolarle. Pero él quería estar solo.






Esa noche decidió luchar por su pueblo y enfurecido empezó a golpear a todo humano que se cruzaba. Entonces, las llamas llegaron a las montañas; Elhidrian se percató y siguió con la mirada su curso. Y fue cuando la vio. Era su hija. Hacía años que había desaparecido cuando jugaba en el bosque. Esa era una de las razones por las que se había encerrado. No fueron capaces de encontrarla y su dolor le consumía.






Sin dejar de mirar a su dulce niña, corrió más rápido que el viento para salvarla de las llamas y abrazarla tanto como había deseado durante todos esos años. Se acercaba más y más, llorando de felicidad. La pequeña, que ya no lo era tanto, pues llevaba cerca de cinco años desaparecida, se percató de que el elfo se aproximaba hacia ella. Corrió hacia él, llorando también. Cuando estaban a escasos metros, Elhidrian vio algo para lo que no estaba preparado: su hija desenvainó una vieja cimitarra, saltó mientras gritaba maldiciendo a los elfos y le hirió en el pecho. El elfo cayó al suelo de espaldas, atónito ante lo que acababa de suceder. La pequeña semielfa, sangre de su sangre, se aproximó y le clavó la cimitarra rozando su corazón. Tras ello, retrocedió unos pasos, llorando de rabia.


- Asesinos… Vosotros matasteis a mi padre, ahora yo he acabado con todos… - dijo temblorosa la niña, aunque sin perder la firmeza.


- Mi pequeña… tú has matado a… tu… - Elhidrian fue perdiendo fuerza y su hija no escuchó que dijo “padre”, pero se pudo ver en su mirada la decepción y la incomprensión que sentía en aquel momento.


- ¡Calla! ¡¡Cállate, sucio elfo!! – gritó la niña, y puso la punta de su cimitarra en el cuello del elfo.






Elhidrian entonces, con las pocas fuerzas que le quedaban, dio una patada a su hija para derribarla, y cogió su báculo. Apuntó con él a la pequeña.


- ¡Adara, hija de Elhidrian y Amitria, eres una deshonra! ¡Ahora desaparece, desaparece para siempre! Adara, por qué… - sin apenas fuerzas, Elhidrian comenzó con el conjuro y el báculo empezó a brillar. Adara casi no podía moverse, sentía mucho dolor. Ella tenía que morir. Sin embargo, la confusión y el enfrentamiento de sentimientos de Elhidrian le jugaron una mala pasada y algo no salió bien. Adara tenía que morir, pero comenzó a desaparecer. Cuando el báculo cayó de la mano sin vida de Elhidrian, Adara había desaparecido, tal y como su padre conjuró. Pronto aparecería en otro lugar, pues su destino no era otro que desaparecer de los ojos de su padre, que ni una noche dejó de rezar para que su pequeña volviera.

martes, 2 de noviembre de 2010

Adara, prófuga de las sombras.

escrito por Irene.


Ella era como una despistada sombra. Tímida al caminar, a la vez sin preocuparse en absoluto de que nadie la descubriera por los campos. Adara, después de tanto caminar para salir de aquella montaña, se empezaba a aburrir. Pero a la vez estaba algo preocupada por su encuentro con otras personas… Tal vez un cartel con su rostro estaba en todos los mercados, en todas las tabernas, con una orden de búsqueda y captura. Aunque tal vez nadie la reconociera porque seguramente su rostro había cambiado mucho y sólo alguien que de verdad la conociera podría reconocerla con sus rasgos más maduros. Pasaba por casas aisladas, por pequeños poblados, pero nunca se acercaba de forma que la vieran, sino que iba a robar por las noches para poder alimentarse y vestirse. Los pensamientos fluían por su mente, las fantasías acerca de los oscuros acontecimientos de su pasado se tornaban en paranoia. Pero estando tan sola, y pudiendo hablar sólo consigo misma, se daba cuenta de ello y se esforzaba por no perder la razón.







Al cabo del tiempo, llegó a una ciudad que no conocía. Adara sólo pudo emocionarse al ver a tantos seres que se comunicaban, que se reían, que hacían una vida normal. Entró en una taberna para aclarar si sus miedos eran una realidad y la estaban buscando públicamente. Paseó por allí, fijándose en las paredes, fingiendo que se deleitaba con las ilustraciones que decoraban aquella tasca. Levantó las miradas de varios hombres, pues su juventud y su belleza no pasaban desapercibidas. Unos cuantos varones le gritaron, se le insinuaron y hasta le dijeron varias groserías. Ella se limitó a lanzarles miradas de asco.


Entonces, un humano joven y fuerte se acercó sigilosamente por detrás, pero no por ello Adara dejó de percatarse de su inminente encuentro. Cuando el humano iba a poner la mano en su hombro, Adara se giró y le agarró por la muñeca. Se miraron fijamente durante unos segundos en los que no hicieron falta las palabras. Ella le miró intensamente, desafiándole; pero lo que ella no esperaba es que él mantuviera la mirada, con cierta chispa y atrevimiento, pero a la vez dejándose desafiar. Lo que Adara distinguió es que no era un cerdo, como los demás que la habían mirado de forma lasciva. Poco a poco se relajó, y le fue soltando, aunque sin bajar la guardia. Sin decir nada, se sentaron en la mesa más cercana.


- Tú no eres de por aquí, ¿verdad? – preguntó el humano.


- ¿No es evidente? – insinuó Adara, burlándose del poco ingenioso comentario de su acompañante.


- Más que nada porque… - acercó su mano y le quitó unas ramitas de su cabello. Adara se sonrojó y le apartó la mano. El humano continuó – Tienes las mejillas curtidas por el viento de las montañas, los labios cortados. Creo que eso te hace más hermosa.


- Y yo creo que eres demasiado atrevido como para no haberme dicho tu nombre, ni saber el mío. Además, ¿no piensas invitarme a una bebida? Ya te imaginarás que hace mucho que no bebo más que agua.


El humano hizo un gesto al mesonero y le pidió dos pintas. Miró de nuevo a Adara, y se puso algo más serio y continuó hablando.


- Me parece que eres fuerte, semielfa.


- Semihumana, querrás decir – corrigió Adara con desdén.


- A eso me refiero. Se ve a simple vista que no eres en absoluto corriente. Creo que conozco a alguien que puede ayudarte. Porque… - de repente Adara lo agarró por el cuello y el humano calló.


- Dime ahora mismo qué sabes de mí, ahora mismo, o te corto el cuello – dijo Adara con los ojos bien abiertos, y apretó la boca en un intento de no echarse a llorar por lo nerviosa que aquel comentario la había puesto. El humano, otra vez, le sostuvo la mirada y esperó a que la joven se calmara. Adara, al ver que toda la taberna la miraba, le soltó y se sentó. Arrancó de las manos del camarero su jarra de cerveza, que acababa de traer pero no había dejado en la mesa ante aquel impacto. Ella bebió y el camarero se retiró sin pedirle el dinero, olvidándose de dejar la cerveza del joven humano, aunque a éste no pareció importarle. Adara dio un trago largo, disfrutándolo, y hasta que no se relajó no volvió a hablar.


- Bien… Dime qué está pasando aquí.


- Quiero darte la oportunidad de sacar toda esa ira que tienes dentro. Conozco a quien puede instruirte hasta convertirte en una gran guerrera. Eres una luchadora en potencia, Adara.


Adara abrió los ojos como platos. Esta vez, no fue capaz de reaccionar. El miedo pudo con ella. Su propio nombre retumbaba en su cabeza. Entonces, el humano sacó algo de su bolsillo. Un papel manchado de sangre. Un papel muy familiar.


- Se te ha caído al entrar – dijo el joven, entregándole a Adara la declaración de guerra a los elfos que había estado colgando de su cimitarra. Adara lo cogió y se levantó avergonzada, sin decir palabra.


El humano le sujetó la mano suavemente, en señal de comprensión. Adara le miró, y le soltó la mano. Subió las escaleras y él la siguió. Allí estaba Adara, esperándole en el pasillo.


Se besaron. Estuvieron besándose durante varios minutos. Él acariciaba su rostro, y ella sujetaba sus ropajes. Fue algo intenso, algo sincero. Lentamente, separaron sus labios. Sin mirarse, hablaron en susurros.


- No quiero juzgarte, Adara. Pero he comprendido el dolor que albergan tus ojos. Creo que mereces algo mejor que vagar por la montaña.


- No sé lo que siento… No recuerdo nada de lo que pasó. Estoy muy confusa…


- Mi oferta sigue en pie. Si en algún momento alguien quiere hacerte daño, debes estar preparada.


El joven susurró al oído de Adara cómo llegar a su nuevo destino. Dejó caer en su bolsillo unas monedas. Besó su frente, la miró a los ojos y acarició su mejilla, secándole las lágrimas que corrían por ella. Bajó las escaleras.






Adara se sentó en el suelo. Pasaron unas horas hasta que llegó la noche, y el mesonero le llamó la atención. Pagó por una habitación y se hundió bajo las suaves mantas de la cama. Sabía que no volvería a verle. Sabía que le debía aquel momento de sinceridad, y que al día siguiente debía partir a aquel lugar que el bello humano le había indicado. Entre lágrimas, Adara recordó que aún quedaban buenas personas en el mundo y sonrió.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Kuive, amanecer de los eladrin.

escrita por Lore.

El jinete cabalgaba al frente de la comitiva cuando divisó a lo lejos una sombra. Algo, o alguien, sentado al borde del camino tras pasar la curva. Señaló, pero para cuando se acercaron, ya sabían todos lo que había allí. Era una figura de una niña. Una niña elfa, para ser exactos. Al fin la habían encontrado. La joven no debería de tener más de doce años. Se encontraba sentada en unas rocas, a un lado del sendero, con las piernas encogidas y la cabeza agachada; rodeaba las rodillas con sus brazos y sus músculos no se movieron lo más mínimo cuando la comitiva se detuvo frente a ella.

-Muchacha -comenzó el eladrin señalando un petate y unas mantas que había atados a su propio caballo- eres Kuive, ¿verdad? Al fin... encontramos tus...-sus palabras no alcanzaron a salir de su boca cuando la chica alzó la cabeza.

Si ya desde un principio el noble eladrin encotnraba extraño el cálido brillo del revuelto cabello de la chica, lo que vio a continuación lo dejó sin habla. La mirada que le devolvía la pequeña iba enviada desde unos oscuros ojos de un verde opalino, más profundos que el más profundo bosque. Mis ojos.

Recuerdo que todos se me quedaron mirando con la boca abierta. Recuerdo que me reconocieron.

-Naivara... -musitó el que me estaba hablando.
-¿Cómo? -abrí la boca por primera vez.
-Naivara... sois vos... -el elfo hizo una vaga reverencia hacia mi persona; yo cada vez entendía menos- habéis despertado... demasiado pronto...
-No entiendo qué estáis diciendo, amigo -respondí mientras me ponía en pie- pero creo que es a vosotros a quienes yo andaba buscando.
-Por supuesto... si es que tú eres Kuive -asentí- bien, el resto puede explicarse después... pero ¿qué os ha pasado? -preguntó entonces percatándose de mi estado.

Era cierto, tenía la ropa tan hecha jirones que debería haberme dado pudor pasearme por ahí tal y como iba. Mi cabello se hallaba sucio y despeinado, lleno de palos y hojas. Y había sangre. Mucha sangre. Sin embargo, yo no me había dado cuenta de nada de aquello. En mi mente sólo cabía esperar.

-Señor... -uno de los eladrines que había llegado con el noble señalaba a un lugar un poco más allá, al otro lado de las rocas.
Allí, cuatro hombres yacían muertos en el suelo. Llenos de heridas. Las rocas a su alrededor aparecían cubiertas de sangre. Y, a pesar de que el día estaba ya muy entrado y el sol había derretido todo el rocío que pudiese haber quedado de la noche, los cadáveres se hallaban cubiertos por una fina capa de gélida escarcha dorada.

-No lo sé... -respondí a su pregunta; y era verdad, no recordaba mucho- no sé qué ha pasado. Sólo recuerdo un dolor insoportable... miedo y rabia. Y entonces me convertí en ventisca.
-Ahora lo entiendo todo -el elfo gris se acercó hasta colocarse frente a mí y, con la mayor delicadeza posible, me abrazó con ternura, luego se quitó su propia capa y me cubrió con ella, cosa que yo le agradecí, después, me alzó la barbilla suavemente y me miró a los ojos- tú te llamas Naivara. Eres la hija de unos nobles eladrines que fueron traicionados. No tenían escapatoria, pero a ti te consiguieron salvar a costa de ti misma. Tu madre, en un último intento por preservar tu vida, te volvió elfa del bosque. Durmió tus rasgos de elfa gris y te entregó a una familia de nómadas bajo la promesa de no desvelar nunca a nadie, y mucho menos a ti, quién eras. Tu madre sólo quería lo mejor para ti y, sin embargo, debes haber sufrido mucho en tu vida... lo veo en tus ojos. Ahora, sea lo que fuere lo que intentaban hacerte esos hombres, no has podido soportarlo. Has despertado y te has encargado de ellos. Has despertado demasiado rápido...

-Toda esa historia es muy heróica y muy bonita... pero sólo es un cuento de Hadas -murmuré, escéptica.
-Entonces menos mal que eres un Hada, ¿no?
-No sé de qué me estáis hablando, maese...
-Sólo los nobles eladrin son capaces alguna vez en su vida de hacer de su cuerpo algún fenómeno estacional... tú te has convertido en ventisca. Tu pelo ha cambiado... tus ojos han cambiado. Seas Naivara o no ahora mismo, el nombre es lo de menos... seguro que te has dado cuenta: has despertado... Kuive.

Me quedé unos segundos mirando fijamente los violáceos ópalos del alto elfo que tenía delante. Sopesé las posibilidades. Deseé que alguien por fin me estuviera contando toda la verdad, la historia tal y como era. Los miré fijamente, largos segundos, sin parpadear.

Decian la verdad. Toda la verdad. Al fin.

Me llamo Kuive y éste fue el devenir de mi historia.






















Kuive, ventisca de invierno.

escrito por Lore.




Tenía un padre: Montolio. Tenía muchos amigos, los animales. Tenía recuerdos, recién recuperados. Tenía un objetivo, encontrar a los eladrines en el cruce de caminos. Tenía un macuto, mis escasas pertenencias. Tenía un nombre: Kuive, despertar.

Y al fin tenía claro mi destino: el mundo. Pero antes debía hacer una pequeña parada en un árbol. Un alto en el camino. Con el macuto al hombro y caminando sobre la seca hojarasca, reblanquecida por la escarcha matutina, me dirigía con firmes pasos en dirección al alto árbol que había sido mi refugio durante varios años. El que estaba en el centro mismo del bosque, allí donde ni la más salvaje criatura se atrevería a pernoctar.
Cuando llegué, dejé el macuto en el suelo y comencé a trepar; en lo más alto, en la rama donde yo dormía viendo la luna y las estrellas y desde la cual observaba el amanecer todos los despertares, había hecho su nido una pequeña ave paraíso, con su larga cola y sus crías piando en el cálido lecho. Con sumo cuidado, me quité el cascabel del brazo y lo comencé a atar en una ramilla un poco más alta, mirando fijamente a los ojos de la magnífica ave. Le pedía que vigilara el tesoro que me había salvado a mí la vida, que lo vigilara hasta que llegara algún otro ser, que lo pudiera necesitar igual que yo lo necesité. Acto seguido cogí un poco de avena de mi macuto y volví a subir al árbol, se la di con cuidado a las crías, que piaron agradecidas y la madre me dejó que la acariciara.

Estaba en camino. Había tenido un día entero de marcha y el sol ya se estaba poniendo en el horizote, frente a mí, cegándome con sus fulgurantes rayos anaranjados. Poco quedaba ya hasta la encrucijada; sabía que tendría que esperar, porque los eladrines no llegarían allí hasta el día siguiente y yo llegaría al anochecer. Pero no me importaba, estaba ansiosa por conocerlos.

Recuerdo que se hizo noche cerrada justo cuando llegué al lugar acordado. Recuerdo que dejé mi macuto al lado del cartel de direcciones, tallado en el mismo tronco de un árbol muerto tiempo atrás. Recuerdo que comencé a preparar unas mantas para pasar la noche fuera del camino, en una arboleda cercana, entre las matas de hierbas. Entonces hubo un fogonazo de luz... trataré de ser lo más lógica posible con el resto de la historia, pero sólo son flashes entre las brumas de mis más lejanos recuerdos, jirones de nieblas de mi mente, trazos de un pincel seco... así que no me culpéis si algo de lo que cuento no tiene explicación aparente; probablemente para mí tampoco la tenga.

Hubo un fogonazo. Una luz extraña, brillaba mucho, pero era negra. Aquella luz prendió justo delante de mí y de pronto me sentí desvaída. Mis sentidos se turbaron. Mi boca quedó reseca, mis oídos comenzaron a escuchar los ruidos naturales cada vez más graves y lentos. Mis ojos se nublaron y quedaron cegados por completo en un momento dado. Y entonces los oí. Eran hombres. Voces de hombres. Hombres que se reían, que decían cosas que apenas alcanzaba a comprender, cosas siniestras, cosas lascivas...
Entonces mis piernas flaquearon también y caí al suelo.

-¡Buena pesca! -oí que decía uno- quítale ya el hechizo de ceguera para que pueda vernos...
-Así podrá recordarnos eternamente... -murmuró un segundo hombre, al mismo tiempo que un tercero chasqueaba los dedos y mi visión volvía poco a poco.

Eran cuatro hombres, fornidos y sucios, que me rodeaban por completo. Dos de ellos me inmovilizaron contra el suelo, sujetándome de los brazos. Un tercero me sujetó las piernas y el último, al parecer el líder de todos ellos, se acercó hacia mí con un brillo en la mirada que se clavó en mi pecho como si fuera un puñal ardiendo.

Grité. Nadie me oyó.

Aquel lugar era un páramo desierto cruzado únicamente por un camino. Y, por el camino, a aquellas horas de la noche, no caminaba nadie.

Volví a gritar. Pedí socorro, maldije, blasfemé, juré, supliqué, me revolví... o al menos intenté revolverme. El hechizo que aplacaba mi cuerpo no había conseguido aplacar también mi voluntad, pero no era capaz de mover un sólo músculo por mucho que lo intentase.
Entonces aquel hombre se cansó de reírse de mis burdos intentos de que me dejaran en paz. Se agachó y, de un tirón, rasgó la túnica nueva que me había regalado Montolio, a la altura de mi pecho.

-Quítale el hechizo y sujetadla bien, es más divertodo... -dijo riendo el hombre- si sois tres y la agarráis fuerte, esta mocosa no se escapará.

En aquel momento entendí que era yo contra ellos. Yo contra el mundo. No podía dejarme ganar. Nadie me iba a ayudar.

Noté que mis miembros volvían a ser míos, pero no fui capaz de moverlos un ápice y las manos y los pies se me empezaban ya a quedar ateridos de la fuerza con que presionaban mis captores. El jefe agarró las calzas que llevaba debajo de la túnica y las rasgó. Yo me revolví, forcejeé, pero con ello sólo conseguí que mis ropas, a las que aún estaban todos aferrados, se hicieran más jirones todavía. No me importó, seguí revolviéndome. Y cuando ya no quedaban grandes trozos de ropa para sujetarme, comenzaron a clavar las uñas en mi carne. La sangre brotó de mis heridas y arañazos. Pero no cejé en mi empeño.
Finalmente el hombre se hartó y me dio un pisotón en la boca del estómago tan fuerte que me dejó sin respiración y yo pensé que me había roto alguna costilla clavándomela en los pulmones.
Me quedé al instante quieta, sin poder retorcerme del dolor porque aún me sujetaban.
Entonces el hombre se agachó sobre mí.

Las lágrimas corrieron por mis ahora sucias mejillas, dejando límpidos regueros en ellas. Huyendo para no ver la pérfida y miserable escena que estaban a punto de contemplar. Lloré. Supliqué una vez más. Recé. Maldije una vez más.

Oía sus risas, lejanas, murmurantes. Los veía. Lo sentía. No podía aguantar más. El miedo y el dolor que burbujeaban brotando de lo más profundo de mi ser, de pronto, dieron paso al odio y la determinación surgidas de lo más oscuro de mi alma. Y entonces odié. Por primera vez en mi vida, por última vez en mi historia, odié. Odié con todas las fuerzas con las que fui capaz de odiar. Odié por todas las veces que no había odiado anteriormente cuando debí hacero. Odié por todas las que vendrían detrás. Ya no quedó un ápice de odio en mi corazón, no quedó una pizca de odio en el mundo. Todo lo consumí yo.
Odié.

Y entonces dejé de llorar. Abrí los ojos, que brillaban de un verde fulgurante, luminoso. No necesité apartar al hombre de encima de mí. No necesité arrancar mis brazos y mis piernas de las asquerosas manos de aquellos bandidos rufianes. El viento y la nieve lo hicieron por mí.

Me levanté. Pero yo ya no estaba.
Era viento, era nieve, era la ventisca más gélida y cortante que se pueda apreciar en el más puro invierno. Con la rabia y el dolor, mi mente se había desbordado y mi cuerpo entero se había volatilizado, confundiéndose por unos momentos con los fenómenos de la estación entrante. Era invierno. Y yo era una ventisca. Vapuleé a los hombres. Pedí a los árboles que los golpearan y éstos lo hicieron con sus ramas cuando los lancé hacia la arboleda. Las mantas se revolvieron y quedaron enganchadas en las ramas bajas y desnudas de un abedul, como queriendo protegerlo del frío. El macuto salió disparado por los aires y se enganchó en la alta copa de un fresno. Los cuatro hombres fueron elevados cinco metros sobre el suelo y después dejados caer.

Entonces el vendaval nevado se calmó un poco. Frente a los hombres, de pie, en la hierba, fue materializzándose poco a poco una figura humanoide. Mi figura. Erguida en toda mi estatura a pesar de los harapos con los que me vestía, enfurecida, asustada y beligerante en todo mi esplendor, mi cuerpo apareció frente a ellos, preparada para pelear. El pelo me había crecido de pronto mucho, me llegaba por la cintura y se había vuelto de un color dorado pálido, brillante, como los rayos de la luna cuando está llena y acaba de salir tras las montañas en otoño. Pero lo más impresionante eran mis ojos. Ocultos tras años de engaños -como averiguaría más tarde- habían salido al fin a la luz y ahora se mostraban como sendas esferas verdes brillante, opalescentes, sin pupila.

Los hombres, asustados y temerosos, se levantaron como pudieron y salieron corriendo, camino adelante.
Conforme a mis principios, debería haberlos dejado marchar. Debería haber agradecido a los dioses el haber salido con vida de aquella. Debería haber decidido no vengarme y dejar que se fueran.

Pero todos tenemos deslices.

Todos tenemos deslices, yo estaba furiosa y avergonzada y además sabía que le harían lo mismo a muchas jóvenes y niñas más. Así que, simplemente, no los dejé marchar. Cuando la ventisca se avivó de nuevo y marchó tras los cuatro bandidos, lo último en desaparecer fueron dos profundos pozos de líquido ópalo verde.

Me llamo Kuive y este es el final del principio en mi historia.










































lunes, 25 de octubre de 2010

Mazmorra: Misión de recuperación I.


desarrollo de mazmorra.

Siete cabezas se perfilaban sobre una loma, observando atentamente una gran estructura que se erguía semiderruida a lo lejos, en el centro de un oscuro bosque. Kuive, acostumbrada a caminar por esas zonas, pensaba que los habían seguido ya que había habido momentos de su viaje en los que había notado ciertas presencias moviéndose a su alrededor; Axxis, que iba a la retaguardia, estaba de acuerdo pues había visto sombras entre los árboles más negras que la oscuridad de la noche. Pero ya estaban allí. Habían aceptado la oferta y ya no había vuelta atrás.



Estaban ellos dos, las dos semielfas, Adara y Darjeeline, el mediano, llamado Tuän y un enano, Grimnir, que había estado oculto en las sombras de una esquina durante toda la conversación y, finalmente, cuando los términos del trato habían sido establecidos, se había acercado al grupo y se había unido a ellos.


En aquel momento se ocultaban en la lejanía tras unos arbustos, esperando la salida del sol.


-¿Me podéis contar otra vez por que no atacamos de noche? -preguntó entonces Tuän, ansioso por correr a por el báculo que les daría la recompensa y sitiéndose más seguro al abrigo de sus amigas las sombras.


-Son drows -Adara no consideraba necesario decir más, sin embargo Tuän levantó una ceja, expectante.

-Los drow ven en la oscuridad perfectamente. Sin embargo, el más mínimo resquicio de luz los molesta y asusta. Contra ellos llevamos mucha más ventaja si trabajamos de día -explicó Darjeeline.


-A no ser que nos topemos con uno que conocí yo una vez... -Kuive, perdida en sus pensamientos, parecía que hablaba consigo misma- le daba igual el sol... sin embargo -dijo sombría volviendo a la realidad- no sé si nos va a servir de mucho la luz del sol... como no haya alguna grieta -aclaró señalando en dirección a una zona de ventanas que se veía bien desde aquel ángulo.


En el edificio, todas las ventanas estaban completamente selladas con sendos tablones de madera.


En aquel momento, la primera uña del sol comenzó a asomar por el horizonte, tras las lejanas montañas del este.


-Vamos, es la hora -Grimnir se levantó, sin siquiera esperar una respuesta de sus compañeros y encabezó la marcha dispuesto, con sus dos hachas en ambas manos, prestas a la lucha. Kuive y Darjeeline se miraron, ésta negó con la cabeza, riendo, y siguieron a sus compañeros, que ya se habían puesto en marcha tras el enano, cerrando la marcha.






Las nubes se deslizaban lentamente por detrás del sol, ya entero, cuando los siete compañeros alcanzaron las puertas de entrada. Tuän se acercó lentamente, cauto, pero no descubrió nada peligroso en la puerta; lo que es más, aquélla estaba abierta.


-Como si nos estuvieran esperando... -dijo Grimnir, alzando sus hachas con los ojos entornados mientras miraba a todas partes.


-¿Qué? ¿Nos creéis ya? -preguntó Axxis adelantándose y abriendo ambas hojas de la puerta con un puntapié, al tiempo que empuñaba su maza de hierro forjado- en cualquier caso, hay que entrar, no hay ningún otro sitio, ¿no?


-No lo hay -respondió Kuive- al menos que hayamos visto.


-Hemos dado la vuelta ambos a todo el complejo -completó Tuän- parece una extraña fortaleza, o un sitio acorazado... a lo mejor ahí dentro tienen a alguien peligroso encerrado, por eso sólo existe una entrada.


-O a lo mejor ahí dentro se realizan siniestras actividades que el mundo no puede ver... -aventuró Adara; acto seguido desenvainó su mandoble y le hizo un gesto al dracónido- entra, yo te cubro.


Axxis atravesó la entrada con precaución y descubrió una escalera descendente. No había nada más.


-Hechicera -llamó- esto está más oscuro que la piel de un drow, yo no veo en la oscuridad...


-Eso no es problema -Kuive se adelantó y chasqueó los dedos; al punto una brillante bola de luz del tamaño de una canica apareció frente al dracónido y comenzó a descender las escaleras delante de él, alumbrando el camino.


-Muy bien -alabó Adara recelosa, a medio camino entre la burla y la desconfianza -habrá que tener cuidado contigo, supongo.


-No era más que un truco barato para asombrar a los niños... -respondió la eladrin y luego añadió suspicaz:- y a los pueblerinos crédulos... ni siquiera es magia de verdad -aclaró.


-Oh -respondió la semielfa- entonces ¿sólo sabes hacer trucos baratos, hechicera?


Kuive fulminó con la mirada a la señora de la guerra, clavando en ella sus verdes ojos opalinos, sin pupila, haciendo que ésta retrocediera medio paso inconscientemente y levantara el mandoble unos centímetros, adoptando una posición defensiva.


-Voy a darte un consejo, semihumana -dijo, aunque sin darle ninguna entonación a la última palabra- nunca subestimes a un mago... nisiquera aunque salte a la vista que te cae mal simplemente por su raza...


Dicho lo cual, se adelantó y bajó las escaleras tras sus compañeros, dejando a Adara en el rellano, pensativa.


Cuando llegó al final de las escaleras vio que desembocaban en una amplia habitación. La canica luminiscente se había deshecho, ya que allí se filtraban algunos haces de luz a través de las grandes y pesadas vigas del techado.


Los siete entraron despacio en la sala y observaron su alrededor. La estancia se elevaba bajo un techo sostenido por grandes pilares de granito, fuertes y sencillos, y las paredes estaban directamente cavadas en la roca del terreno; acababan de descender bajo tierra. En una esquina, la roca de la pared se había derrumbado, derribando varios pilares y derramando un alud de rocas y tierra en un radio de tres metros; ahora todos los escombros estaban ya cubiertos con una espesa capa de polvo gris oscuro.


-Esto no me gusta -comentó Darjeeline- no he visto nunca un drow, pero sé que les gusta mucho estar bajo tierra.


-Yo sí los he visto -Kuive inspeccionó sombría la estancia, adelantándose un par de pasos, mientras susurraba- se esconden en las sombras, atacan por la espalda... son lo más ágil y rápido que he visto jamás... y son muy silenciosos, gracias a la magia... son letales.


Mientras decía esto, la hechicera vio algo por el rabillo del ojo, en la esquina de la sala. Su cuerpo actuó automáticamente antes de que su mente pudiera procesar qué había pasado exactamente. En décimas de segundo, la eladrin había pronunciado unas extrañas palabras en el idioma mágico y una nube de afiladas dagas se había materializado en la esquina, alrededor de una estatua que emitía una leve iridiscencia y, a un gesto de la maga, todas se clavaron en la roca como si fueran una, como si ésta fuera carne. Kuive sabía que, en cuestiones de drows, nada es nunca lo que parece. Las dagas desaparecieron y varios pedazos de la estatua cayeron al suelo.


Uno de los pedazos fue un brazo entero del extraño ser de otro mundo al que representaba la estatua y del hueco que dejó salió despedido un haz de luz amarilla, más intenso que el anterior.


-Cuidado -Darjeeline, con el símbolo de Mielikki bien sujeto en la mano, se acercó despacio hacia allí- tiene algo en el interior.


La clérigo comenzó a palpar la estatua con ambas manos, murmurando algo que sólo ella podía oír. De pronto dejó de hablar y sus manos rozaron un resorte; al accionarlo sin querer, la estatua comenzó a temblar. Darjeeline dio un salto hacia atrás, alejándose al tiempo que levantaba su guadaña sobre ella, para protegerse. Sin embargo, la estatua –o lo que quedaba de ella- lo único que hizo fue retroceder sobre su peana arrastrada por unas clavijas y unas poleas y dejar al descubierto una gran palanca que se alzaba del suelo.


-Creo que es para esto –murmuró el enano que se había acercado a la puerta- no tiene ningún tipo de manilla ni nada que se pueda accionar; su superficie es completamente lisa, no se puede empujar ni tirar de ella y, sin embargo, tiene bisagras que la abren hacia dentro. La palanca debe de ser para eso, pero no sé si será buena idea abrirla.


-No hay otro camino, ¿no? –preguntó a su vez Darjeeline.


-No –Tuän saltó de las ruinas; había estado inspeccionando toda la sala- es todo pura piedra, no hay nada más, o volvemos por la escalera y salimos… o seguimos por ahí… déjame ver.


La semielfa se apartó dejando paso al mediano, pícaro por profesión, acostumbrado a accionar trampas y salir airoso o, si era posible, a esquivarlas desde el principio. Comenzó a examinar la palanca y no encontró nada sospechoso, sin embargo, aún se encontraba receloso cuando acercó la mano para accionarla. La movió con la rapidez del rayo y se separó rápidamente de ella, sin embargo, no fue lo suficientemente rápido. Un gas verdoso y espeso salió de un agujero milimétrico, completamente imperceptible, y le rozó la muñeca y la mano derechas. Tuän gritó, más del susto que del dolor, pero su expresión se tornó gravemente seria cuando observó que, al punto, la carne donde el gas le había rozado se le comenzó a ennegrecer hasta más arriba de la muñeca y allí se enlenteció su avance.


-¡No puedo mover la mano!


-Déjame ver –la hechicera se acercó rápidamente y observó la mano mientras Tuän la volteaba, sin tocarla- no es grave, sólo se te inmovilizarán los músculos y los nervios hasta donde se te ha renegrecido; pero va a ir avanzando, aunque muy lentamente. Debes tener cuidado porque no sientes dolor, si te hieren la mano y no te das cuenta, perderás mucha sangre, tienes que estar pendiente. No puedo curarte ahora mismo porque necesitaría tiempo para realizar la poción necesaria… además de un fuego bien grande y un caldero…


Miró significativamente a la clérigo de Mielikki.


-Creo que puedo hacer que no se extienda más, pero para curarte completamente tendría que realizar un ritual complicado… y ahora no hay tiempo –dijo ésta al momento, acercándose.


Comenzó a murmurar palabras en el idioma celestial, sujetando con fuerza el símbolo que colgaba de su cuello, concentrada. Al punto, un haz de luz blanca se derramó entre sus dedos y se enroscó alrededor del brazo del pícaro, justo por encima de la zona afectada, deteniendo la lenta pero inexorable ascensión del veneno.


-Ya está –Darjeeline había creado un círculo completo, como un tatuaje del blanco más puro- pero deberías inmovilizarlo para que no te lo hirieras sin querer.


-Chicos… -la eladrin se había dado la vuelta y había observado lo mismo que todos los demás.


Las puertas, antes completamente selladas, se habían abierto de par en par, dando paso a un corredor muy estrecho y apenas iluminado.


-Seguidme –el dracónido se adelantó abriendo camino, acompañado por el mediano que observaba suspicaz, atento a cualquier tipo de trampa o truco. Kuive y Darjeeline iban tras ellos, la primera con varios hechizos de ataque y defensa rondando por su cabeza, la segunda con la guadaña envainada y preparando plegarias poderosas.


En ese momento Tuän se detuvo.


-Noto algo…


-…¡shikar! –sin darle tiempo a terminar la frase, la eladrin alzó una mano y, con un chasquido, hizo aparecer una columna de fuego surgida del suelo, a menos de un par de pasos delante del mediano.


Entonces un gritó rompió el tenso silencio y las llamas iluminaron a un drow que retrocedió torpemente tratando de apagar las llamas que lo envolvían y lo abrasaban. Al mismo tiempo, otro apareció justo delante de Axxis, que sonrió, y uno más un poco más allá, en el pasillo. Tuän desenvainó su daga, más rápido de reflejos que el drow quemado y en un segundo saltó sobre él y con un artero floreo del filo que empuñaba, lo remató.


El drow que había aparecido frente a Axxis enarbolando una espada larga, no comprendió exactamente por qué éste sonreía y aquella décima de segundo fue suficiente para que el dracónido, a pesar de lo estrecho del pasillo, maniobrara rápidamente y le aplastara la cabeza contra la pared con la pesada maza, tiñendo la lisa superficie de un rojo muy oscuro.


Mientras tanto, Tuän se había adelantado y se empezaba a encontrar en una situación bastante peliaguda ya que, con su daga, apenas era capaz de evitar que el drow que quedaba, armado con dos cimitarras, lo matase. Más aún si se tiene en cuenta que enarbolaba su arma con la mano izquierda. Darjeeline, viendo que la situación se hacía desesperada, completó una plegaria y le gritó al mediano que se apartara al tiempo que una lanza de luz blanca salía disparada de su mano. Tuän apenas oyó el grito, pero una acuciante sensación le hizo fijarse en lo que veía por el rabillo del ojo y, de una ágil pirueta, se apartó de la trayectoria de la lanza en el último segundo. La lanza impactó en el pecho del drow y lo lanzó disparado hacia atrás, aturdido. Sin embargo, aún no estaba muerto. Axxis se acercó, con una expresión feroz en su mirada y trató de rematarlo antes de que se recuperara, pero el corredor se estrechaba aún más en aquel tramo y no le fue fácil manejar su enorme maza. El drow, con ventaja, lo esquivó y se colocó a su espalda, dispuesto a asestarle un golpe mortal entre las placas del cuello de su sólida armadura, pero su expresión de cruel sadismo se tornó en una de horror cuando se dio cuenta de que acababa de ser envuelto en una ardiente columna de fuego, que devoró su cuerpo en apenas unos segundos. Había olvidado en la euforia del momento a Kuive que aún mantenía la mano levantada y la expresión agitada cuando las llamas se deshicieron dejando un montón de cenizas en el suelo.


Grimnir y Adara lo habían visto todo desde atrás; el corredor era tan estrecho que, al entrar los últimos y tener armas que sólo se podían usar en combates cuerpo a cuerpo, no habían podido participar en la batalla. Sin embargo, ésta se había desarrollado ante sus ojos en apenas unos segundos. Grimnir se adelantó, admirado, a darle la enhorabuena a Axxis mientras que Adara, mirando a Kuive con una expresión indescifrable en el rostro, pasó a ver si Tuän estaba herido de gravedad, pero Darjeeline ya se estaba ocupando de sus heridas, todas cortes menores.


-Hemos salido airosos de milagro –comenzó a decir Kuive- porque no nos han pillado por sorpresa…
-...de todas formas -completó Darjeeline los pensamientos de la elfa- los drow no suelen ser tan fáciles de batir…

-La próxima vez estarán preparados para un grupo tan extraño como nosotros -expresó Axxis- … no os confiéis. Este combate sólo ha sido de prueba.

-Para medir nuestras habilidades -reiteró Kuive.


Todos entendían lo qeu implicaban las palabras de la eladrin. Aunque habían vencido, no les había sido fácil y, además, ya no contaban con el factor sorpresa.

Con expresiones acordes a la gravedad de la situación, con Axxis y Tuän a la cabeza y Grimnir y Kuive cerrando la marcha y vigilando la retaguardia, el grupo se internó en el corredor, en la fortaleza de los drows, en la más completa oscuridad.



Kuive, vigilante.

escrito por Lore.

Los recuerdos que tengo me dicen que aquellos días siempre fueron felices. Montolio me sacó de mi estado de inconsciencia consciente, de mi posición jerárquica en el bosque, entre las bestias. Montolio me llevó a su huerto, vallado de troncos y lleno de animales. Conocí al oso gruñón de las cavernas y al búho que hacía las veces de mirada del humano vigilante. Aprendí a manejar armas, las preferidas por los vigilantes, me enseñaron que creer en algo, en una deidad, no es ofrecerle mi vida entera a ese ente supranatural, sino actuar en consecuencia con mis propios principios morales, arraigados, y el seguir a una diosa como la que yo seguía, Mielikki, era simplemente darles un nombre a mis principios. Aprendí todo lo que había desaprendido cuando me convertí en un animalillo salvaje. Volví a aprender a leer, a escribir, a hablar. Montolio fue mi salvación, me convirtió en Vigilante, me devolvió a la vida, me hizo renacer.

Pero lo más importante de todo es lo que me hizo no olvidar nunca.

Recuerdo un día, una semana antes de irme de aquel lugar. Estábamos paseando por el huerto y el bosque circundante, tratando de encontrar a una cervatilla que estaba a punto de dar a luz y que sabíamos que tendría problemas porque era demasiado pequeña y, por el tamaño de su tripa, iba a tener gemelos. Recuerdo que no dábamos con ella, era demasiado huidiza y temerosa. Sin embargo, aquel día no fue infructuoso. Montolio me contó mi futuro.

-Ya llevas aquí casi medio año... -musitó para sí, casi como si fuera el viento que en aquel momento mecía las hojas de los árboles- ... yo ya no puedo enseñarte mucho más de lo que te he hecho aprender hasta este momento.

Entonces sí que me miró directamente a mí con sus ojos que no veían. Se detuvo en seco y, por primera vez, una hoja crujió levemente bajo sus pies.

-Te voy a echar de menos.

-¿Por qué? -pregunté yo, intuyendo que ya me quedaba poco tiempo en aquel huerto- ¿tengo que irme?

-No tienes que hacerlo -sonrió él- pero deberías. Van a pasar por aquí unos amigos míos, unos eladrines. Son parientes tuyos, muy cercanos. He hablado con ellos y estarían encantados de llevarte para cuidarte hasta que tengas edad de irte tú sola a recorrer mundo. Con ellos podrías aprender muchas más cosas que quedándote aquí el resto de tu vida.

-Pero tú me enseñas muchas cosas, ¡me salvaste la vida! -me desesperé agitando ante él el cascabel con la larga trenza de hilo que llevaba atada a un brazo con miles de vueltas. La trenza que, poco a poco, hilada a hilada, me había sacado de mi oscuro mundo de niebla y fuego y me había abierto los ojos al nuevo y soleado día que se descubría ante mí una bonita mañana de otoño- no me puedes echar hora...

-Pues lo voy a hacer -su expresión, dura mientras había dicho aquella frase, se suavizó en una ancha sonrisa cuando añadió- eres un pájaro libre y has de volar algún día. Medio año para ti es muy poco tiempo, pero tienes muchísima vida por delante, y a mí ya no me queda tanta -su hirsuto bigote se dilató más todavía cuando ensanchó su blanca sonrisa en una jovial expresión- tienes mucho camino por recorrer, muchas tierras por descubrir y muchas vidas a las que ayudar en nombre de tus principios, en nombre de Mielikki, en mi nombre.

Me quedé pensativa unos segundos. Me negaba a aceptar que todo el hogar que yo conocía fuera a quedar relegado a un mero recuerdo en mi mente en tan sólo seis meses. Me negaba en rotundo.

-Pero... tú...

-Yo he hecho lo más bonito que se puede hacer -me interrumpió- y tú me has dejado hacer lo más hermoso que se puede dejar hacer, ¿recuerdas? Yo te di tu nombre.



Sí, claro que lo recordaba. Recordaba ir de la mano de Montolio, siguiéndolo sin saber muy bien qué hacía. Recuerdo que me llevó a un río y que me quitó de encima toda la suciedad acumulada en casi cuatro años de vagabundeo y, con ella, todas mis dudas y tribulaciones. Recuerdo que, cuando mi cabeza emergió por tercera vez de las cristalinas aguas, entendía las cosas mejor y las veía con más ánimos. Recuerdo que allí mismo me cortó las greñas, y me dejó una media melena casi decente. Cuál no fue mi sorpresa cuando, debajo de la mugre acumulada, mi pelo apareció rubio. Lo recuerdo sujetándome el brazo con delicadeza, con una ternura paternal, y frotando para que se fuera hasta la última mota de polvo de mi piel. Estaba mucho más lúcida, pero sin embargo, seguía metida en un extraño trance del que me costaría salir. Era como si una persona hubiera dormido tantos años seguidos que le costara demasiado desperezarse; como si viviera al otro lado de una extraña membrana semivelada que me aislara del resto del mundo. No iba a ser fácil salir de ahí. En aquel momento era una criatura indefensa en un limbo, a medio camino entre bestial y domesticada. Aquel era mi estado en esos momentos. Recuerdo que me sacó del agua y me puso ropas limpias Recuerdo haberme encontrado de pronto en una habitación de paredes de madera, con el fuego del hogar -aunque yo aún no recordaba que se llamaba así- crepitando a mi lado y embotando aún más mis sentidos. Recuerdo haberme tomado de forma voraz un caldo caliente y haberme sorprendido por ello. Después no sé muy bien en qué momento mi extraño duermevela pasó de realidad a sueño.



La siguiente escena que recuerdo es un techado de madera y paja, por el que se filtraban pequeñas gotas de agua que iban a parar a una lona impermeable; gotas que yo podía ver al trasluz al otro lado de la lona. Los vientos agitaban la pequeña cabaña donde nos hallábamos. Recuerdo el calor de las mantas, la suavidad de la almohada que había bajo mi cabeza. Cuando mis ojos enfocaron, pude ver el bigote del hombre que se inclinaba expectante sobre mí. El hombre que me intentaba salvar. Noté algo frío en el brazo, tenía atado el cascabel que yo misma había trenzado con las cuerdas que él me dejó un día. Las cuerdas que fueron la clave para que mi mente no estuviera del todo perdida en una vorágine roja y negra.

-Kuive, akha kuvioun… -susurró el hombre en un idioma aún incomprensible para mí. Un idioma que, sin embargo, levantó una nota de nostalgia y distancia en mi interior, un inaudible susurro de pérdida en mi corazón.

-¿C…c…? –traté de articular alguna palabra, pero no pude. Mis ojos hablaron por mí.

-Kuive, al fin has despertado –repitió el hombre en un idioma que sí entendí… más o menos. Aquel hombre me había estado hablando en sueños. Había estado contándome historias mientras dormía en lengua común, la más fácil de aprender, innata para la mayoría de los seres, por eso entendía parte de sus palabras.

-¿Ku…kuive? –ésa era la única que no había entendido.

-Es tu lengua natal, pequeña… -respondió el hombre-. No sé cómo te llamabas antes, y probablemente tú tampoco te acuerdes… pero has estado dormida mucho tiempo y ahora, al fin, has vuelto a la vida, has renacido, has despertado… ése será tu nombre en adelante, Kuive, el despertar.

No había entendido todas las palabras. Pero sí el sentido de la frase. Kuive me gustaba, lo consideraba apropiado. A partir de entonces Montolio ocuparía un lugar especial en mi corazón. Él me había hecho renacer, me había hecho despertar.



Me llamo Kuive y aquí despierta mi historia.