Cuando escribo para una persona, sólo escribo para esa persona. Y cuando lo hago, únicamente busco que se sienta invadida por lo que escribo esa persona; que la llene y que sea la misma, la única capaz de desvelar hasta el más profundo significado de mis palabras. Esa persona será juez y jurado de mis delirios y desventuras. Normalmente, las personas para las que escribo, son jueces justos, a veces demasiado benignos.
Cuando escribo para mí no busco más que complacerme a mí misma; extasiarme, anonadarme, asustarme, reprocharme, alegrarme, distraerme, evadirme, juzgarme, liberarme. De esta forma, la única persona a la que van dirigidas mis letras en esos momentos es a mí; así, soy yo la única que ha de entender a fondo su significado. Y yo soy el juez menos justo de todos, el más duro y el más severo.
Cuando escribo para nadie, a nadie van dirigidas mis retahílas. Así, ninguna persona -yo tampoco-, nadie ha de intentar entender a fondo mis letras; nadie profundiza en el más hondo significado de mis palabras. Cuando nadie es el destinatario de mis súplicas y protestas, de mis aventuras y diarios, cuando nadie tiene el cometido de leer mis divagaciones, es entonces cuando mis versos surgen en esos casos. Y con ello, he de reconocer, que nadie es el juez más justo.