Ella caminaba por aquel camino, resignándose a que sus pies sangraran, a que sus heridas nunca sanaran, soportando en todo momento el dolor de aquellas espinas que no tenían rosas, sembradas por el camino.
Caminaba y caminaba, y cada vez más espinas se le clavaban en las plantas de los pies.
Pero entonces, un día, decidió que no iba a soportar más espinas, decidió que quería que sus heridas volvieran a sanar.
Se sentó en un roca y aquellas espinas que tanto se le clavaban en la piel, las comenzó a arrancar. Era duro, dolía, pero aquello, de una vez por todas, iba a terminar.
Entonces, en el suelo, entre las espinas, descubrió algo, un pétalo de blanca rosa, escondido, brillante, suave. Se había tintado de rojo por culpa de la sangre de sus pies, pero aún era hermoso. Aquel pétalo le descubrió que no todo es tan malo.
Un día, ella se dio cuenta de que los pétalos estaban escondidos debajo, a lo largo de todo el camino.
Un día, descubrió que se caía para aprender a levantarse.
Un día, observó que lo más oscuro de la noche llega justo antes del amanecer, sólo hay que ser paciente, y el sol siempre vuelve a salir.
Un día, vio que en el edredón había muchas más plumas para sus alas.
Un día, apareció una mano que la levantó, una mano que trató de ayudarla a caminar, a pesar de todo...
Un día, ella descubrió que la única forma de ser feliz era dejar atrás todos los malos recuerdos, olvidarlos, relegarlos a los suburbiales recovecos del pasado, a la nada más pura.
Un día, descubrió que la única forma de ser feliz, era siéndolo.
Y entonces se levantó y, poco a poco, sanando sus heridas con el tiempo y la tenacidad, volvió a caminar... de nuevo...